LA COMPRAVENTA (A Guillermo Hidalgo, in memoriam)

En cuanto llegó, a don Calixto le trajeron su sillón de mimbre. Era un hombre seco, de ojos claros y unos setenta años. En qué puedo servirles, dijo. Español. No me diga. Y usted, de dónde, de Chile. Vaya. Y a qué se debe el honor. No será una organización comunista, verdad. Propaz. Ah, sí conozco, eso de Propaz, a veces vienen por aquí, a comer. Bonanza. Hace más de diez años que no pongo un pié en esa ciudad. Si ustedes la hubieran conocido en sus buenos tiempos, cuando los gringos explotaban el oro. Yo tenía en Bonanza tienda de abarrotes y posada y carnecería. Farmacia dice usted. Ya tenía yo botica en aquel entonces, cuando Somoza. Que tiempo de a verga aquel tiempo. No se vayan a creer ustedes esas mentiras que andan contando los comunistas. Ya ven como ha quedado este paisito, desde que lo gobernaron ellos. A ningún hijueputa comunista de Bonanza quise yo venderle la casa, menos al ladrón del alcalde. Es muy buena casa la casa, aunque habrá que hacerle alguna reparación. Se construyó a la vez que las pistas de tenis de la casa de los ingenieros, al entrar a la ciudad, a la derecha, ya conocen. Duncan era el ingeniero. Un gringo grande que jugaba al tenis. Dieciséis mil, dice usted. Prefiero que se caiga a regalarla. El venía a veces a la posada, discretamente, con alguna muchacha. Carlita, amor, sirva a los doctores. Ya comieron, qué se toman entonces, un café. Hasta casino había, corría la plata. Y una docena de putales. Duncan no iba a los putales, venía a mi casa con las muchachitas. Y cómo está España, ese Franco fue un gran tipo, no le parece. Como Somoza. Imagínese usted cómo quedó este país que una casa vale dieciséis mil. Y qué será bueno para este reuma, doctor. Yo tenía la venta justo en el cruce, en el mero centro. La casa se compró después. Junto a la venta estaba la posada, ahora es una comidería, tengo entendido. Recuerdo al campesino esperando en la calle armado de machete. Duncan me tomó mucho aprecio desde entonces, bajé a hablarle, yo lo estaba viendo por la ventana, le dije que no mi hermano, que se fuera tranquilo para su casa que allí no estaba su hijita, que no fuera a creer toda la majadería que decía la gente. Ese Duncan era bien perro a las mujeres. Lo asesinaron los comunistas, qué les parece. Se vino todo a la ruina, para que valga una casa dieciséis mil. Carlita, mi amor, otro cafecito para los doctores. Los negocios estaban abiertos toda la noche. Casi todos trabajaban en las minas, unos pocos en el río, güirisiando. No, los sumitos sólo venían a comerciar. A veces se armaba alguna tremolina. A la niñita de don Jaime, pobrecita, le cayó un balazo. Dieciséis mil. Esa foto que ve usted ahí es de Bonanza, mire usted por dónde. Dieciséis mil. Con lo que me costó a mí construir esa casa. Qué será bueno para estos riñones, doctor. Carlita, mi amor, cuéntame la plata. Dieciséis mil tiene que haber. Tengan cuidado en el cruce. A la otra niñita de don Jaime la atropelló el camión de la mina, a las dos se las mataron. Duncan nunca quiso darle compensación, era prieto el hijueputa. Vieran como corría la plata entonces, hasta que vinieron los comunistas. Dónde hay que firmar. Tengan cuidado en la carretera. Carlita, mi amor, guarde este papel y acompañe a los doctores hasta la puerta.
-¡Qué viejo facho! Güevón
-Pensé que no iba a ceder -contesta Miguel- Te agradezco mucho la compañía Humberto.
-Ha sido un gusto. Pero ¡qué paciencia, por Dios! Yo lo hubiera mandado al carajo. Te felicito. En fin, esto bien merece un güisquicito. Conozco un sitio entrando a Managua.
Miguel se levantó a por otro güisqui. La mayoría de los pasajeros estaban dormidos o con los ojos cerrados, intentando dormir. Caminaba despacio, evitando tropezar en alguna pierna. Algunos ojos insomnes parecían practicar cálculos mentales. A tal hora salió el avión y a tal hora llega, salvando la diferencia horaria con España son exactamente tantas horas de vuelo, llevamos recorridas tantas, quedan, pues, tantas otras. Alguna cara aparece y desaparece, como un fantasma, iluminada por el resplandor de la televisión. En el bar ya no está la azafata visigoda, habrá ido a descansar. Un muchacho joven habla con las dos azafatas que atienden. Parecen discutir sobre algo, quizá para matar el tiempo. Una de ellas mira a Miguel a los ojos, como invitándole a asentir o a negar, a entrar en la conversación, pero Miguel prefiere sonreír y no decir sino gracias.
-¿Y dónde conoció al gordo Vílchez? -preguntaba la mujer la derecha.
Miguel había conocido al Ministro en Waspam, en una visita que hizo el político a la ciudad costeña durante las inundaciones del huracán Gert. La mujer de la derecha recordaba muy bien el huracán. ¡Claro! Les había tocado lidiar con aquella crisis en el Ministerio. Recordaba, también, las imágenes en la televisión de las comunidades anegadas y las fotografías de los periódicos con los cayucos navegando hasta la misma puerta de la iglesia de la ciudad Rama. ¡Ay! Este pueblo mío, siempre azotado por las calamidades.
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