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EL VIAJERO

Atlántica 10: Santo Domingo

Atlántica 10: Santo Domingo

 

 

En las sierritas de Santo Domingo, la multitud de garitos portátiles se articulaba, desordenada, rodeando al entarimado principal, donde se turnaban a tocar conjuntos locales o traídos del Atlántico, y a la plaza de toros portátil, lista para practicar la monta.

Carnita asada, quesadillas, nacatamales, costillaeserdo, cerveza, guaro. Una pista de baile en el centro de cada negocio, compitiendo en estridor con la vecina y con la música del estrado principal. Algarabía de ritmos y olores. ¡Magnífico lugar para agarrar unas amebas! Dice Higinio, un avezado voluntario de la Cruz Roja, medio en serio y medio en broma. En el garito de enfrente se cobra entrada. Varias parejas bailan en la pista protegida por una verja de cedazo. Una de las mujeres ondula su cuerpo que se expresa abierto como un reclamo. Afuera, algunos hombres harapientos cuelgan, ebrios, de la verja, alimentan, con sus ojos codiciosos, la energía cósmica de sus caderas. El hombre que baila con ella presume como un pavo real, borracho de exhibición.

Le parece a Miguel que la cosa no es para tanto. No eran muchos los heridos que hasta el momento se habían atendido, apenas una docena.

Pero pasando la media noche los pacientes van siendo más. En ocasiones llegan varios a la vez, como en oleadas, casi siempre a resultas de pelea. Sin salir del jardín del centro de salud, Miguel puede ver una de ellas. Se arrojan los contendientes, botellas y piedras o lo que venga a mano. La intervención de la policía pone fin al encuentro violento, con extrema violencia. Cortes de puñal o cuchillo o machete, la marca redonda, nítida, del culo de una botella dibujada perfectamente en la frente desgarrada, un tajo en una mejilla o en una teta, el cuero cabelludo flotando encogido para mostrar el cráneo, caras asustadas o inconscientes, intoxicadas, estúpidamente sonrientes, indiferentes o satisfechas.

No cesará la máquina violenta con la aurora, en el momento álgido, en que se preparen los varones para competir por un estribo del soportal del santo Domingo de Guzmán. Los más fieros o de menos escrúpulos o más porfiados o más listos bailarán la peana, al salir de la ermita, ante el griterío ensordecedor de la multitud ebria y exhausta, amontonada. Habrá quien llore y quien rompa en convulsiones, verdaderas y fingidas, quien se desmaye, quien aproveche el momento para sobarle las nalgas a esta chela de delante, quien saque un cuchillo y pase una cuenta, quien gritará transido que !viva Mingo! Y contesten mil gargantas que viva. Que viva Mingo, el santo de los managuas.

Y caminará, por fin, aunque despacio, la lengua de lava de gente que llevan pintadas las caras de negro. Yo te mancho, tu me manchas y ¡Viva Mingo! Sin que cese la reyerta pertinaz y alcohólica.

La muchedumbre suspira por agua pero en el cielo dicen que no, que será la fiesta de Domingo y todo, pero "que no". Sólo las humedades del licor, la sangre y el sudor riegan la tierra seca. Los automóviles de la Cruz Roja marchan al paso, dispersos entre la serpiente multitud. En uno de ellos va, admirado y rendido, Miguel Anlló.

La prensa pregunta que "¿qué pasó mi amor?".

-Que ese vino y macheteó a mi novio.

La muchacha no disimula la excitación. La sangre de los varones corre en la tierra primero y luego, la del que venza, la del más fuerte, en la suya propia. ¡Viva Mingo! Grita frenética la multitud al compás del éxtasis, con la última gota salpicada, por el Santo y la tierra bendita.

Miguel, completamente fatigado, no puede dormir. Prefiere recostarse en la mecedora, bajo el palo de limón de los milagros. Resuenan en su cabeza los vítores dominicos, los cohetes, la música de las bandas. Al arrabal de su memoria llegan algunas miradas, voces, el recuerdo de algunos heridos. La multitud y la música van desapareciendo, se desvanecen. Un ruido sordo ocupa su lugar, es el motor del bote que navega río arriba, camino a LagunTara. Llueve. Llueve en Managua o tal vez en el río Coco. Si cesara el rumor podría oírse la música infinita de la selva. Blanca Clarisa baila en uno de esos bailaderos. Los hombres borrachos se soban el bulto del pantalón. Ella exagera sus movimientos. En cada vuelta prodigiosa enseña el nacimiento de las piernas, o algo peor; o mejor, según se mire. El comandante llega de la montaña, con la plata de los cuatro bancos, le hacen corro con admiración. Un borracho lo saluda. ¿Quién es ella? Pregunta el comandante. Apártenme a esa yegua. Ordena. Traen a un herido con una cornada. Lleva la cabeza colgando, como el soldado de Estelí. Debe de tener la misma edad. Yo te espero aquí, amorcito, mientras lo atiendes, dice Blanca Clarisa que se pone a bailar con el comandante. La muy puta.

Al día siguiente, Rigoberto preguntaba a Miguel sobre "la traída" mientras Lisette escucha desde la cocina. Veamos que dicen los periódicos. Más de ciento cincuenta heridos. No había habido muertos. Gracias a Dios, se dice para sus adentros Lisette, que piensa que en la traída hubo dos santos: Domingo y Miguel Anlló.

Habría que ir a recoger el equipo y algunos materiales que no habían sido utilizados, a las oficinas de la Cruz Roja.

-Yo iré, que debo ir a Migraciones. Queda ahí al lado –dice Rigoberto, que pregunta curioso: -¿Y también va ir usted a la llevada del Santo?

Y Miguel se queda dudando y no sabe qué decir pero está pensando que no, que bien había allí, en las Sierritas, un centro de salud y bien el Ministerio de Salud o la Alcaldía de Managua o quien fuera, podía instalar en él, un equipo de emergencia para atender adecuadamente a la gente. No, creo que no, pensaba. Una y no más, Santo Domingo.

-¿Conocía el doctor las Sierritas?

No podía creer la mujer de la derecha que el doctor hubiera estado en aquella fiesta horrible y peligrosa. No era un espectáculo muy edificante, afirmaba, toda aquella gente ignorante entregada al alcohol y a la violencia. No había podido la revolución, desgraciadamente, acabar con aquello a pesar de la cruzada de alfabetización y otros esfuerzos. Acabar con la ignorancia precisaba un esfuerzo más largo que, ya, la revolución no podría llevar a cabo.

Claro que sí. Claro que ella estuvo en la plaza cuando los muchachos entraron en Managua. Disparaban sus fusiles o sus lanzagranadas caseros al aire festivo. No cabía un alma en aquella Plaza, desde aquel día, de la Revolución. Ella estaba recién casada con su segundo marido y con él estrenaba aquel día marido y revolución. Las farolas abarrotadas de gente amenazaban con venirse abajo. En los sobresalientes de la ruina de la vieja catedral sostenía las banderas rojinegras los más osados.

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