Blogia
EL VIAJERO

Atlántica 2: San Dino

Atlántica 2: San Dino Miguel Anlló camina, detrás de Rigoberto, en el pasillo abierto entre la gente que se amontona para identificar a sus familiares. Mira una y otra vez a las maletas. Se echa mano al bolsillo del pantalón para verificar que está en su sitio la cartera y ojea el de la camisa, para asegurarse de que allí sigue el pasaporte.
Y es que todo aquel alboroto desconocido se le antoja algo inseguro. Una vez en la furgoneta, sin embargo, se siente cómodo, feliz.
¡Por fin! !Estaba en América!
Rigoberto Ramírez pregunta por el viaje. Si estaba, el doctor, muy cansado; si había estado otras veces en América; si quería que fueran a la casa por el sitio más corto o prefería que dieran una vuelta, para echar un vistazo a la ciudad.
-Me parece muy buena idea, Rigoberto, demos la vuelta.
Toman por la carretera panamericana hacia el centro.
Miguel observa el cielo azul y el tráfico desordenado, las gigantescas alcantarillas que corren, abiertas, paralelas a las principales avenidas; algún hotel de lujo entre las casas construidas con extraordinaria economía de materiales.
La mayoría de los vehículos exhiben tal estado de decrepitud que, en ocasiones, parece un milagro verlos circular. Algunas camionetas van amuebladas con travesaños de madera que las acondiciona para el transporte de pasajeros. Casi siempre van abarrotadas, con gente colgando de puertas y estribos.
Esto que ve usted a la izquierda es el Mercado Oriental, dice Rigoberto. El mercado gigante, se extiende durante cuadras y cuadras, como una ciudad dentro de la Ciudad. Es bastante inseguro, advierte el guía.
El antiguo centro de la ciudad está aún poblado por las ruinas moribundas del terremoto de Managua. Llevan entonces -calcula el recién llegado-, aquellos cadáveres de edificio, alrededor de veinte años esperando un milagro de resurrección o una mano piadosa que venga a darles definitiva sepultura.
Explica Rigoberto que “dicen” –no sabe Miguel si utilizando la tercera persona por cautela, debida al desconocimiento de la opinión política del recién llegado, o por real incertidumbre- que toda la plata que vino después del terremoto, de la solidaridad internacional, se la robó Somoza.
-Y así quedó esto. Y eso -añade-, que el gobierno del Frente Sandinista vino a retirar los cascotes de todo lo que tiene usted a la vista. Si no, esto fuera, todavía, una gigantesca escombrera.
El centro de Managua parece un parque apocalíptico.
En una de las ruinas cuelga la ropa, puesta a secar, de la cadena de un cartel que dice: “Peligro, prohibido el paso”. Un niño descalzo baja corriendo por la arruinada escalera.
Entre los edificios fantasmas destaca la antigua catedral, aunque maltrecha, todavía hermosa.
En la misma plaza, junto a la catedral, permanece en pié la Asamblea Nacional. La vista del edificio neoclásico conduce la memoria de Miguel a la toma del palacio, a aquellas imágenes que dieron la vuelta al mundo. El comandante Cero abandonando el palacio -!misión cumplida!-, con un racimo de granadas "poco profesionalmente" colgadas al hombro, había escuchado decir Miguel, tiempo atrás, a un militar español.
-Pero así era la guerrilla, poco profesional. ¿No cree usted, mi capitán?
Junto a la Plaza, llamada ahora de la Revolución, permanece intacto y ostentoso, escoltado de ruinas y niños mendigos, el teatro nacional Ruben Darío.
Algún perro flaco y sarnoso espera a distancia prudente de un negocio de comidas, de los varios que se levantan en el bulevar del lago Xolotlán.
Del lago a la montaña, la avenida pasa junto a esa estatua que a Miguel le parece horrible. Entre un estilo abstracto y realista-soviético, un hombre-monstruo levanta al cielo un fusil kalashnikov. En nada viene a emparentar -piensa el recién llegado-, aquel símbolo de la fuerza bruta con los muchachos humildes -!y flacos!-, que habían derribado la dictadura.
Sólo los obreros y campesinos irán hasta el final, dice Rigoberto que dice aquel letrero al pié de la estatua. Una frase de Sandino que Miguel hubiera adjudicado al mismísimo Lenin.
Arriba, en la montaña, sobre los Altos de Tiscapa, se vuelve a encontrar Miguel con el General, cuya silueta negra y elegante parece emerger entre lagos y volcanes para amparar a toda la ciudad.
Como si fuera un santo, piensa.
Como si fuera San Dino.
Rigoberto da la vuelta para pasar, de nuevo, por los Altos, en la dirección opuesta. Y Miguel queda estremecido por aquella vista, tan hermosa, ante el telón del lago Xolotlán y los volcanes Momotombo y Momotombito.
-Sí doctor -dice Rigoberto, orgulloso, al advertir la expresión de admiración de Miguel-, Managua era reputada, antes del terremoto, como la más bella de las capitales centroamericanas.
Qué ciudad curiosa era aquella, a los ojos del extraño, que con más de un millón de habitantes permanecía casi oculta, como una jovencita tímida que no quisiera dejarse ver, escondidas sus casas entre la verdura...
El terremoto destruyó buena parte del centro, explica Rigoberto, y luego se construyó en este modo: con materiales livianos y en una sola altura.
Media docena de edificios altos, sobrevivientes al sismo, despuntan entre la trama vegetal.
De la Plaza de Bolonia, tres cuadras al lago y una y media al sur, se ubica la casa de la Organización. Es liviana y como sus vecinas, separada de la calzada por un jardín anterior, con un pequeño terreno que hace las veces de garage y patio trasero. Queda, a lo que parece, un poco chica para las necesidades de la organización que necesitaba, por un lado, espacio para almacenar medicamentos, herramientas y materiales de construcción, y por otro, algunos cuartos destinados a oficina y residencia de los voluntarios.
En el patio crece un limonero que, como un prodigio tropical, da frutos todo el año.
Estrella se levanta y viene -sin ocultar algún desdén-, a saludar al recién llegado. ¿Quien será este chele? Debe pensar. !En fin! Nada se pierde por saludar. Conviene llevarse bien con la gente de la casa. Nunca se sabe... Quizá venga para quedarse. A lo mejor, hasta manda. Olfatea un poco al nuevo inquilino. Zalamero, hace como si realmente tuviera algún interés en él. Se larga, sin más zarandajas, a tumbarse bajo la camioneta.

1 comentario

carlos bernal -

Me gustó. Voy a seguir leyendo