Atlántica 4: El Wonki

Agradecía mucho el doctor Edwars, que así se llamaba el director regional, en nombre de la Región -decía- tan necesitada, la cooperación que brindaba la Organización, y se congratulaba de la llegada del doctor -¿Como era que dijo..? ¿Anlló?-, que hablaba tan bien español.
-Mejor dicho: ¡Perfectamente! ¡Ah! ¿Es que el doctor es español? Pensé que el doctor era francés.
Y añadía, ceremonioso:
-Es un placer, doctor, bienvenido. Lo que necesite... Quedamos a la orden.
De la Dirección Regional de Salud fueron, los tres voluntarios, al Hospital Regional, donde la directora, doctora Olga Cuningham, les dijo agradecer en mucho la visita y les mostró las instalaciones aquellas que estaban "enteritas para tirar a la basura". Iba a ver el doctor.
Sí, había un proyecto -decía- para construir un hospital nuevo, que tanta falta hacía, pero quien sabía cuándo, si acaso sucedía, se iría a ejecutar.
-Vea usted –señalaba- el hacinamiento del servicio de urgencias. Esta parte la tuvimos que cerrar, era destinada a infecciosos. Allá están los rayos y aquí –indicaba- el laboratorio. Si quería el doctor se podía vestir para entrar a ver el quirófano –añadía, solícita.
El Hospital contaba con seis médicos especialistas, explicaba la doctora Cuningham, uno es de aquí, misquito, sí señor, y los otros cinco cubanos. Habían venido cuando la revolución y ahora estaban financiados por un programa de Naciones Unidas.
-No me pregunte qué vamos a hacer el día que se vayan -advertía.
Claro que había más médicos misquitos –contestaba a la pregunta de Miguel- pero estaban en Managua. Cuando iban a estudiar la especialidad se amañaban a la capital y ya no volvían, los muy granujas. Sólo uno regresó -contaba bajando la voz, secreteando-, el que tenemos aquí, que, entre nosotros, está un poco chiflado.
Tenía uno que estar bien enfermo –pensaba Miguel- para ir a buscar ayuda a aquel sitio sucio y maloliente. Aquella tabla probablemente nunca fue sustituida ni aquella placa de zinc repintada, ni aquel colchón protegido. Cuando la decrepitud en un espacio era completa se cerraba el área, como había ocurrido con las salas de infecciosos, y se continuaba trabajando en el resto del edificio. El servicio de urgencias desprendía un fuerte olor a orines.
Kristell le advirtió a Miguel que aún tenía que ver el hospitalito de Waspam.
Regresaban a casa, tras las visitas, los tres blancos, caminando las calles por tramos polvorientas o embarradas, tratando de adivinar los mejores pasillos.
En la taberna de enfrente de la casa de la Organización suena un regae que compite -a ver quién puede más-, con el volumen del diálogo de la película. La muchacha que atiende mira la tele con sus ojos grandes donde, desde la ventana de un apartamento de Manhattan otra muchacha, esta vez rubia, sofisticada, mira las luces de la ciudad.
Y en la mañana del nuevo día, el equipo viaja por el camino que lleva de Puerto Cabezas a Waspam. Conduce el vehículo un misquito que tiene, contra la costumbre, el apellido español. Es que mi abuelo era español, aclara Denis Sánchez. Y ahora se vienen a enterar de aquello Kristell y Marie, ya que el misquito se prodiga muy poco en la conversación, sea en español o en su propia lengua.
Le llaman Los llanos a esta comarca que separa la capital de la región de Waspam: el núcleo urbano principal de la vertiente nicaragüense del río Coco. Es una estepa de pinos y maraña de monte bajo, poblada por venados. Junto a la carretera puede verse algún terreno dedicado a pastizal.
Viene a costar unas tres horas, en época seca, llegar hasta Waspam, desde la capital porteña.
Denis conduce con pericia, metiendo las ruedas por el lugar menos hondo de los charcos, que conoce de memoria, con el fin de castigar lo menos posible al vehículo y a sus pasajeros. Maneja más bien rápido y toma las curvas, muchas veces, por el centro o por la izquierda, lo que sorprende a Miguel hasta que se entera de que la enorme polvareda que levantan los vehículos que vienen de frente, advierten, antes de verlos, de su presencia. Se percata de ello y del color del cabello de todos los pasajeros, blanco, como el de cejas y pestañas, como si aquel viaje estuviera durando una eternidad.
¿Pero dónde está la selva? Se pregunta Miguel, sorprendido por aquel territorio que podría ser mediterráneo, que no distaba tanto de algunos que podría encontrar en su mismo pueblo, si no fuera por algo que aún no había conseguido identificar, algo distinto que tiene delante de las narices y que por tan evidente no puede ver.
Pasan por Krukira Tara y Denis dice “tornado” y señala con un gesto de la cabeza a la derecha. Y allí estaba, nítido, el pasillo de destrucción a ambos lados del cual las casas permanecían intactas. Era como si Dios se hubiera ensañado sólo con aquellos pobres que por alguna razón, o sin ella, habían plantado la casa allí, en el lugar equivocado. Aquella lotería divina o del azar, de la física o del caos, había destruido sin paliativos una parte de la aldea sin afectar un ápice al resto de la comunidad.
Vadearon el río Bismuna con el agua en la tripa del carro, dibujando una curva para pasar por donde menos cubre. Atravesaron alguna comunidad más, de casas de madera sobre pilastras, tejados de zinc o de palma y llegaron al puente del Warkarlaya.
Allá toca parar y pagar algunos pesos a un grupito de aldeanos que, sosteniendo algunos avíos, fingen realizar labores de mantenimiento de la calzada. Unos metros más allá, convenientemente separado del grupo, pero suficientemente visible, se pasea otro paisano, exhibiendo un kalashnikov.
Bajando el pequeño puerto se adivinan, entre los matorrales, las primeras casas de Waspam.
La casa de la Organización es toda de madera. Está rodeada por un patio vallado donde juega un venado. Adentro hay algunos árboles, bananos, dos letrinas y un pozo, y una pequeña caseta donde se guarda el grupo electrógeno. Desde el corredor, que se extiende a lo largo de la fachada de la casa, se ve la calle principal, por la que pasea la gente cuando cede el sol.
Doña María tiende la ropa con sus manos negras, grandes y suaves. Interrumpe su trabajo para ir a saludar a los recién llegados. Mucho gusto, saluda a Miguel, la Doña, como todos la llaman cariñosamente.
Doña María Swartz es alta y delgada, tiene el ademán elegante y los ojos grandes que revelan que debió de ser muy hermosa cuándo joven. Se va, la doña, a añadir el hielo al fresco de mango que tiene preparado para los viajeros que están sedientos, que van a descargar el equipaje y a lavarse y a quitarse un poco el polvo acumulado en el camino, antes de sentarse a la mesa.
Todos comen y ponderan la comida de la Doña, que es pollo encebollado, guarnecido con frijoles y arroz, ensalada y tajadas de plátano fritas.
Al caer la tarde, los tres voluntarios van a dar un paseo hasta el río.
Pequeños negocios flanquean la calle principal. Tiendas donde puede comprarse algunas latas de comida, cigarrillos, refrescos, cervezas, pilas, papel higiénico, chucherías, pinzas para colgar ropa, botas de agua, mecate, huevos, plátanos y, hasta a veces, pan. A la derecha queda la alcaldía y a la izquierda la escuela pública, las dos pintadas del celeste de la bandera nacional. Más adelante los últimos mercaderes recogen sus tenderetes de carnes y frutas, frente al único hotel de la ciudad. Entre el mercado y el río, varias tabernas confunden sus músicas en la calle.
La avenida muere en el lomo del barranco que separa la ciudad del río, poniéndola a salvo de las inundaciones, de las temidas “llenas”. Un pórtico de cemento sirve como almacén para las mercancías desembarcadas o a embarcar. Desde allí, una escalera desciende algunos metros en dirección al río.
¡Allá estaba el Wonki! Como ellos lo llaman, tan simplemente: “el río”; ante los ojos emocionados de Miguel.
El Wonki o río Coco se reconoce como frontera natural entre Nicaragua y Honduras pero sus seculares habitantes, los misquitos, no entienden de esas divisiones políticas. No les vengan con la “carta de adhesión de la Mosquitia a la República de Nicaragua” de don José Santos Zelaya u otras componendas políticas de Managua y Tegucigalpa. Para ellos, el Wonki es el alma que liga las comunidades de la región sin importar si están a un lado o al otro del cauce; el padre protector o punitivo, el escenario del amor y de la guerra, el lugar donde descansa la voz de los antepasados, la sonrisa de Mai-Sahana y Yapti-Misrri, padres, en la leyenda, de las tribus misquitas y sumas.
Si te lavas la cara en sus aguas, volverás a él, inevitablemente, le advierte Marie a Miguel.
Viene bajando, desde el poniente, el río serpiente rojo hasta los pies de la ciudad. Los más hermosos árboles escoltan sus márgenes, como soldados o vírgenes, para verlo pasar o inclinarse hasta él, en señal de respeto.
En el lado hondureño se distingue una pequeña casa. Es un negocio del ejército de aquel país que hace veces de tienda y taberna. Un bote está listo para cruzar el río y recoger a los clientes, a una señal. A este lado, un niño pilota un cayuco en el agua mansa, con la ayuda de una pértiga. En la orilla una mujer, con el agua a la cintura, golpea la colada contra la roca.
Dos mujeres y un hombre blancos bajan por el barranco, se acercan a la orilla.
En un despiste del hombre, embelesado con el atardecer encarnado, las dos mujeres le lavan la cara con agua del río.
-Ahora, tu corazón y el del río están unidos para siempre, dicen ellas, Kristell y Marie, casi al unísono.
4 comentarios
Krukira^_^ -
es que yo uso el nick Krukira hace muchos años, pero Krukira Tara nunca lo habia oido, quien es ella?
Pilar Alcalde Ballesteros -
Pepe Cerdá -
Pepe Cerda -