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EL VIAJERO

Atlántica 5: Donde la Doñita.

Atlántica 5: Donde la Doñita.

En el filo del barranco regenta un negocio la Doñita. El diminutivo pertenece, sin ambargo, a una negra monumental que pasa del metro noventa y de las doscientas cincuenta libras. La tal Doñita arrastra las chanclas al andar y espanta los zancudos con un trapo para todo, que lleva colgado en el hombro. Mucho gusto, doctor, dice, sin saber, ni importarle, si el recién llegado tiene o no tal condición. Llamar a la gente de doctor o de ingeniero, y en todo caso no menos de licenciado, es bueno para el negocio, y si de un uniformado se trata, aunque sea un soldadito bisoño, de comandante.

Ahí, donde la Doñita, a menudo se dan cita, con los habituales del lugar, gentes de distintas nacionalidades o naturales del Pacífico que andan trabajando en los distintos proyectos de la región. Era aquella una zona especialmente deprimida del país, por lo que a menudo resultaba ser beneficiaria de distintos proyectos de la cooperación internacional o de la ayuda humanitaria.

Los misquitos gustan de mezclarse con los extranjeros, quizá más que con sus compatriotas del Pacífico para los que guardan un recelo histórico. Ellos suelen dividir, en su particular etnografía, el mundo en tres pedazos: el de los extranjeros, normalmente blancos, cheles; el de los nicaragüenses del Pacífico o españoles; y el mundo de la Costa, por antonomasia la Atlántica, que comparten con otras tribus, especialmente con los indios sumos, con los que los misquitos juegan un rol de dominadores de la misma forma que, con sus paisanos del Pacífico, de dominados.

Casi a la par que los tres voluntarios de la Organización entraban, al negocio de la Doñita, dos hombres más, que saludaban cordialmente a las enfermeras francesas. Se sentaron, finalmente, todos juntos, en el balcón que daba a la cuenca del río, todavía encarnada por el atardecer.

El chileno Humberto Castro y el uruguayo Marcelo Bratti trabajan en Propaz, una organización creada “ad hoc” por las Naciones Unidas para cooperar con la política de reconstrucción y de reconciliación nacional del nuevo gobierno. Propaz se dedicaba a adelantar proyectos, aclaraba el uruguayo, que pudieran facilitar la reinserción social de los desmovilizados del, reducido después de la guerra, ejército popular sandinista, EPS, y de la guerrilla contra-revolucionaria, la contra. Trabajaban en labores de intermediación con los grupos todavía alzados en armas o rearmados, fueran sandinistas o de la contra, cuando así lo solicitaba el gobierno de la República. En el río Coco, Propaz desarrollaba algún pequeño proyecto agropecuario.

Cuando el chileno Humberto Castro propuso cambiar el rumbo de la conversación, que derivaba por vericuetos más bien técnicos, para dar la bienvenida al doctor, entrechocando las botellas ambarinas de la cerveza Victoria, como si el resto de la ciudad quisiera sumarse a la celebración, se produjo una súbita algarabía de gritos y vítores.

 ¿Qué ocurre, qué es esto?

Saludaba la gente, alborozada, la llegada de la luz eléctrica, en aquella ocasión, después de una ausencia de más de quince días. Al parecer, explicaba Marie, la alcaldía se había quedado sin plata para comprar el combustible de la planta electrógena municipal. Pero a nadie ya le importaba aquello. Había luz y el día se prolongaba en la noche.

El doctor trajo la luz, vea Doñita, bromeaba Humberto y añadía:

-Pónganos otras, bien heladitas, para celebrarlo.

Así que brindaron de nuevo, ahora por la luz y siguieron conversando, de Nicaragua y la Costa, de la paz, tan frágil, de Picasso, que vino al pelo de la conversación, de España, de Chile, de Francia y del Uruguay, de la Lombardia, de Santiago, de la Bretaña, de Punta del Este, de Valparaíso, de Aragón, de los barrios de Montevideo donde se baila el Candombé, de Serrat, de Violeta Parra, de los maquis, de los montoneros, del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, de la Resistence, de la revolución popular sandinista, de los gringos, de Cuba, de Fidel, que no era pariente de Humberto Castro que ya tenía hambre, -¿ustedes no?-, del sandwich chacarero, de la sopa de cebolla francesa o de ajo, española, de remedios para espantar a los zancudos cuyo momento predilecto para mortificar los tobillos de los hombres era el atardecer -dicen que el jugo de piña ¿será cierto?-, comprobando, en fín, que cualquiera que sea la cultura de los hombres siempre hay más cosas que unen de las que separan, si se toma uno el tiempo en buscarlas.

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