Atlántica 7: El profesor Montenegro
En los días siguientes Miguel fue tomando el pulso a la capital. En ocasiones acompañaba a Rigoberto a hacer algún trámite. Poco a poco iba aprendiendo a distinguir todas aquellas avenidas adoquinadas que parecían tan iguales. A ellas afluían las calles perpendiculares sin asfaltar, que se adentraban en los barrios populares.
Las lagunas que salpican la ciudad aparecen y desaparecen, ante los ojos de Miguel, como en un juego de magia.
-Esta es… Tiscapa
-No, Nejapa
Iba, el neófito, aprendiendo a tomar referencias. De la fábrica de leche Nestlé, dos cuadras al este y veinte varas al norte. Del semáforo de repuestos La Quince, tres al lago.
Miguel tuvo que hacer numerosas visitas, en su calidad de representante de la Organización. Ministerios y embajadas, la oficina de la Unión Europea o la Organización Panamericana de la Salud, organizaciones internacionales de ayuda humanitaria que trabajaban en salud y organizaciones locales. Departía con unos y con otros, tornándose más complejo, a sus ojos, el país que desvelaba, como un caleidoscopio, visto desde aquí y desde allá, todas sus caras, sus disputas, su herencia y su carácter.
Lisette y Rigoberto se iban, habitualmente, sobre las cinco de la tarde. Entonces, la oficina se convertía en casa. Miguel solía usar el jardín interior, para leer o descansar en la mecedora, bajo el limonero prodigioso. Pero muchos días trabajaba, también, en la tarde, aprovechando la calma. El perro Estrella, a esas horas, solía acompañarlo, antes de iniciar su periplo nocturno.
En las mañanas llegaba Rigoberto y la casa se convertía, entonces, de nuevo, en oficina. No tardaron, el español y el nica, en acoplarse en el trabajo, de forma tal que, entre ambos, salvo en algunas funciones particulares de cada cual, lo mismo, el uno que el otro, se aplicaban a labores de administración que de secretaría, transporte, logística, intendencia, relaciones públicas, comunicaciones o lo que viniera a ser menester.
El Chepe Toño venía un par de veces a la semana, a dar mantenimiento a jardines y vehículos. Tenía el Chepe veintidós y había hecho el servicio militar en el Ejército Popular Sandinista, en los años de la guerra. Le tocó andar en lo más duro –tenía a orgullo contar-, en la Costa Atlántica, protegiendo las obras del tendido telefónico que la revolución acercó hasta la mera Puerto Cabezas. Era el menor de siete hermanos antes de la guerra y de seis después. Vivía el Chepe a tres horas, entre caminar y en bus, de la casa de la Organización.
-¿Cuándo va a venir el doctor hasta allá, para que conozca? –invitaba cordialmente el Chepe.
En aquella tarde, Miguel había terminado la propuesta. Estaba lista para ser enviada a París. Bueno, esto hay que celebrarlo. Miguel abre la puerta de la verja. Estrella sale volando, trota en la calle, corretea aquí o allá. Aquel perro noctámbulo disfrutaba tanto la calle de noche como el reposo diurno a la sombra de la casa. ¿No se suponía que debiera ser al revés?
Entre lavavjillas, bananos, plátano maduro, papas, tomates, arroz, pastas, papel higiénico, cervezas, refrescos, cigarrillos, atiende Marlene, una morena de Bluefields, alta y hermosa, que camina con parsimonia al otro lado de la verja. Por el ventanuco transa las mercancías y los billetes. Cuando nadie pide, se sienta en la mecedora, a quitarse el calor con un abanico chino y en cada vaivén, su cuerpo maduro, viene y va, viene y va.
El vidrio de los ojos de los bebedores de cerveza examinan el movimiento deliberado, casi hipnótico, desde el exterior, donde hay un par de mesas y unas sillas. Pero esta tarde todo está muy tranquilo, sólo hay un hombre sentado, que bebe una cerveza.
Miguel pide una Victoria que Marlene limpia con un trapo, cuidadosamente. Tanto, amor, le dice, y recoge el billete. Se va a por los cambios, caminando lentament. Al volver repasa a Miguel de un vistazo, de la cabeza a los pies.
Miguel se sienta, procurando un buen ángulo.
El hombre sólo que bebe cerveza resulta ser Cesar José Montenegro, profesor de Filosofía de la Universidad Nacional, licenciado en Barcelona, sí señor, como estaba oyendo, de eso hacía, ya, unos veinticinco años. Conocía Zaragoza, claro que sí, el agujero en la piedra de la Virgen del Pilar, labrado beso tras beso. Claro que aquellos fueron los años sesenta, aquella, otra España. Luego había conseguido una beca para hacer un postgrado en Alemania. También había vivido en Inglaterra, en Italia y en Francia, aunque periodos más cortos. De Alemania se volvió para acá, cuando el triunfo del Frente. ¡Imagínese! El triunfo de este paisito tan chico era, a la vez, el triunfo de toda la América Latina y del mundo entero, de la izquierda mundial. Casi corriendo, se había venido el profesor, suspirando por llegar a Managua, no pudiendo creer que el piloto anunciara la llegada al aeropuerto internacional “Cesar Augusto Sandino".
El profesor Montenegro era hombre de formidable memoria. Recordaba la geografía catalana perfectamente y era capaz de hablar cinco idiomas, uno de ellos, el catalán. Y eso que el profesor lo había aprendido cuando el uso de aquel idioma estaba prohibido.
El profesor estaba separado y tenía una hija que no vivía con él, sino con su madre. Con él vivía su hermana, que también estaba separada y los dos hijos de ella y otra niña adolescente que habían recogido cuando era pequeña, y la señora que hacía la comida, que era como de la familia. Vivían allí no más, a cuatro cuadras, donde a partir de ahora tenía el doctor su casa.
-Hágame el honor, doctor, tomaremos allí la última cerveza.
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