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EL VIAJERO

Atlántica 3: Puerto Cabezas

Atlántica 3: Puerto Cabezas Aquel día, Miguel Anlló voló, por primera vez, a Puerto Cabezas. Y por primera vez le preguntaron:
- ¿Quisiera, el doctor, viajar al lado del piloto?
Aquella avioneta tan chica, sería de unas ocho plazas, le hacía gracia a Miguel. No le daba miedo. Tenía la sensación de que, en caso de emergencia, podría tomar tierra en cualquier sitio.
Cambió de opinión un poco más tarde, cuando abandonaron el Pacífico y sobrevolaron el pelaje de la selva, prieto como el de un negro, donde apenas se observaba algún resquicio labrado por un sendero.
Sólo de tanto en tanto, el mar vegetal era interrumpido por pequeñas aldeas rodeadas de terrenos deforestados.
Las columnas de humo anuncian el advenimiento de las lluvias.
Se repitirá, incesante, el ritual. Quemar un pedazo de la entraña de la selva, limpiarlo, después, a machete, hoyar el suelo y aguardar las primeras lluvias para sembrar, el vientre de la tierra nueva. Maíz, arroz, frijoles, yuca o papa.
-¡No! Claro que no. El trópico no era un paraíso lleno de frutos. Era muy duro pelearle un pedazo de suelo a la selva.
La cosecha justo dará para alimentar a la familia y guardar para la semilla. Y con suerte, algo quedará para el trueque o para vender y comprar algunas medicinas, ropas, clavos, baterías, una gallina o un chancho.
Si diera para una radio… O una guitarra. Después de la caída del sol, no hay mucho que hacer en la selva. Tañer, por ejemplo, la guitarra. ¿El doctor no sabe tocar la guitarra? ¿Habían españoles que no sabían tocar la guitarra?
El piloto es un hombre apacible. Gusta de dar explicaciones.
-No vaya usted a creer, doctor. Este área es espesa pero hay mucha superficie despalada. Los campesinos, poquito a poco, y las concesiones de explotación maderera, a grandes bocados, se van comiendo la selva.

El río se rompe cien veces en el delta, dibuja mosaicos en el suelo. Vierte, sus aguas dulces, en la enagua del Caribe.

Marie y Kristell esperan en el aeropuerto de Puerto Cabezas. Hacen conjeturas. Había dicho Rigoberto que tiene treinta y tres, uno más, pues, que Marie y seis más que Kristell. Sería alto o bajo, gordo o delgado, tal vez fuera guapo. Sería simpático o de mal genio. Tendría el pelo oscuro porque es español y lo ojos marrones. O tal vez verdes.
Después de que todos los viajeros desalojaran el avión, Miguel salió por la portezuela.
-Doctor Miguel, supongo -bromeó Marie, con acento francés.
El aeropuerto tiene un galpón de madera techado de zinc. Está cerrado pero su porche sirve, sin embargo, para proteger a los viajeros del sol. Enfrente, hay un pequeño tinglado donde se puede tomar un café o comer algo. Al otro lado luce, deshabitada, la torre de control.
Que qué le parecía el aeropuerto a Miguel, preguntaba Kristell divertida, viendo al hombre observar con tanta atención las rudimentarias instalaciones.
Un policía misquito se acerca para hablar con Miguel. Quiere saber qué viene a hacer el doctor a la Región, si trae alguna carta de presentación o autorización. Que de todas formas –dice- tiene que pasar, el doctor, por la estación de policía y reportar su entrada en la Región Autónoma del Atlántico Norte.
Son cosas del gobierno regional. Como la región es autónoma...
La única calle pavimentada de toda la región se estira larga del aeropuerto al puerto marítimo, cuyas estructuras, numerosas y caducas, dejan presumir la floreciente actividad que tuvo la ciudad en el pasado.
En ella se ubica la casa de la gobernación, el parque, la estación de policía, dos barberías, una enfrente de la otra, como en un espejo, alguna pequeña tienda, un restaurante modesto, una iglesia católica, una iglesia morava, una iglesia evangélica.
Viejos taxis patrullan la avenida gambeteando para tomar los baches al través.
Constata Miguel la fisonomía de los misquitos, etnia dominante en el área que se extiende de Puerto Cabezas hasta el río Coco. Están más cerca, estos hombres, del negro afro-caribeño que del indio mesoamericano. Al parecer fue el carácter de la raza misquita, exogámico, el que vino a determinarla, por mestizaje abierto y fecundo entre indios, fundamentalmente sumos, negros de las antillas y blancos que pirateaban o comerciaban en la región. Había leído Miguel aquella teoría de que los negros huídos o liberados de las Antillas se había mezclado con las indígenas sumas generando una nueva raza que desplazaría a los primitivos indios a la tierra adentro.
Eran pues estos “indios” misquitos -curiosamente abanderados del indígenismo atlántico en pugna contra el colonialismo cultural del pacífico-, mas que indígenas propiamente dichos, un ejemplo de la absorción y desaparición, por ende, debida al mestizaje, de los pueblos autóctonos.
Las casas de la ciudad se levantan sobre zancos que las preservan de las lluvias torrenciales, construidas en madera, con tejado de zinc o, rara vez, de hoja de palma. Suelen tener un porche, que da a la calle, donde uno puede sentarse o tumbarse en una hamaca para ver quien pasa, cambiar un saludo, unas palabras. A menudo, tienen también un patio o jardín trasero, donde puede crecer un mango, un palo de naranja agria, o unas bananeras.
Las casas de más porte, lucen en el porche sus adornos de marquetería, de sabor colonial anglosajón.
Música romántica, traída del pacífico, llega a la calle desde las rockomolas de las tabernas que acogen a los más tempranos clientes.
Un lugareño pedalea bajo el sol inclemente, tan despacio, tan despacio que pareciera no querer llegar, en verdad, a ninguna parte.

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