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EL VIAJERO

Atlántica 1: De vuelta a casa

Atlántica 1: De vuelta a casa Miguel Anlló recordaba, como si lo estuviera viendo, al dueño de la Costeña de Aviación, en su apología de los pequeños aeroplanos utilizados por la compañía, haciendo la demostración en su despacho, como un profesor de física.

Si se cae un avión chico, decía don Pedro, pasa esto y dejaba caer una hoja de papel que descendía columpiándose en el aire, pero si se cae uno grande... y no decía más, sólo dejaba caer la gruesa guía de teléfonos, cuyo golpe violento contra el suelo hacía irrefutables sus palabras.

Se preguntaba Miguel, atado ahora al sillón de su último viaje, ya de regreso a España, cuántos viajes habría hecho con la pequeña compañía a lo largo de aquellos dos años. Inició un cálculo aproximado, en los primeros meses de su misión había viajado a Puerto Cabezas cada quince días; más tarde la Costeña de Aviación había ampliado sus vuelos a las minas, con lo que Miguel había podido utilizar también los servicios de la compañía para llegar a la ciudad de Bonanza, evitando así el terrible camino de Puerto Cabezas a la región minera; finalmente los pequeños aeroplanos habían llegado también a Waspam.

Las rutas siempre fueron flexibles, de forma que para llegar al río Coco, por ejemplo, era posible hacer un vuelo directo Managua-Waspam o verse tomando tierra cuatro veces, Puerto Cabezas, Rosita, Siuna y Bonanza, antes de hacerlo a las orillas del mítico río.

La mayoría de las veces había viajado Miguel junto al piloto, donde este solía invitar a sentarse al pasajero de mayor envergadura o peso, por consideraciones aerodinámicas, o a algún viajero conocido, para cambiar algunas palabras y aliviar la monotonía del vuelo. Por la primera razón lo invitaron en principio y por las dos después, de modo que Miguel se había acostumbrado a disfrutar de aquel privilegio.

Ahora, sin embargo, en el avión de Iberia, ya no viajaba Miguel en aquella forma, con el sol tibio de las primeras horas del amanecer bañando su cara, rumbo a la Costa Oriental, sino en aquel -que se le antojaba- intestino aséptico y gigante, blindado de plástico, en una fila de nueve asientos, con apenas una ventanuca dos sillas y un pasillo más allá, televisores, focos de luz eléctrica, auxiliares y órdenes.

El acento, tono y ademán de la tripulación despertaron su atención, quizá por reconocer en ellos los suyos propios, tan distantes de los, más suaves, americanos con los que, en estos años, había convivido. Aún estaba el avión en Managua, inmóvil y sin embargo Miguel ya se sentía -de nuevo- en España.

El hombre no sabía muy bien si se encontraba triste o contento. Pensó que debía estar triste por abandonar aquel, en su corazón ya, su segundo país y contento por regresar al primero pero, más que albergar los dos sentimientos contrarios, parecía flotar en una sensación de indiferencia. Cruzó alguna palabra de cortesía con la mujer de la derecha pero siendo escueto, procurando evitar una conversación temprana. Prefería cerrar los ojos y hablar tan sólo consigo mismo.

Aquellos dos años habían pasado veloces, como a la grupa de un caballo. Habían sucedido tantas cosas que no sabría por donde empezar a contar cuando le preguntaran “¿qué tal, cuéntanos..., cómo te ha ido?”. El podría contestar que bien o quizás que muy bien pero eso no sería suficiente. Su gente esperaría más, permanecería expectante, absorta, como sentada en la butaca de un cine, lista para escuchar, para atisbar, si acaso se pudiera, por el telescopio del alma del amigo aquel territorio misterioso y lejano de donde llegaba Miguel.

Y qué podría él contestar que reflejara, apenas, un instante, un pedazo, el color o un aroma, de aquel galope vivo que había durado dos años.

Ojalá que echara pronto a volar aquel pájaro-máquina gigante –se decía-. Cuando estuvieran arriba podría ir a pedir un ron y guarecerse con sus pensamientos en la sombra dulzona del alcohol.

Aquella idea le trajo a la memoria a Isaías Francis. El poeta ya le habría tomado la delantera, apostaría Miguel, para sobrellevar el estrago de la resaca o soportar el día. Ya llevaría unos dos tragos. !Por lo menos! Tal vez estaría escribiendo algo o arrugando la hoja para arrojarla al roñoso cesto de mimbre de su cuarto. El bueno de Rigoberto, que había tenido que sujetar las lágrimas en el aeropuerto, estaría llegando a la oficina. Y el profesor, a esas horas, estaría en su despacho de la Universidad o camino de casa. Echaría de menos a Miguel, aquel hombre adusto y sabio, poco amigo de halagos y catervas que no tenía muchos amigos en su propio país. Doña María estaría ayudando a Caroline a cambiar los pañales de la niña con sus manos negras, largas y suaves, asombrándose de estos pañales modernos que se agarran solos, sin necesidad de ninguna aguja. La pequeña se miraría en el cálido espejo marrón de los ojos de la doña.

El piloto daba toda clase de explicaciones sobre porqué estaba el avión allá, esperando en la cola de la pista. Hablaba sobre la ruta, la velocidad, la visibilidad, la temperatura, el lugar por donde el avión alcanzaría la península ibérica. Miguel echó un vistazo a su alrededor. Debía ser aquel viaje tan emocionante para aquellos americanos que volaban a Europa, quizá por primera vez, como lo fue para él hacer el viaje contrario, hacía ahora, justamente, dos años.

A la izquierda de Miguel estaban sentadas una mujer y una niña que iban aprendiendo a manejarse en medio de todo aquel enredo de auriculares, antifaces, calcetines, luces, botones, cinturón de seguridad, esperando no tocar ni hacer nada inconveniente. A veces espiaban, con el rabillo del ojo, los movimientos de Miguel, que éste procuraba hacer lentos y ostensibles.

Preguntó Miguel a la mujer de la derecha si le apetecía un traguito y como esta contestara que sí, se dirigió a la cola del avión donde se encontraba el bar, caminando el pasillo, museo, galería de caras, gordas o flacas, secas o luminosas, pálida, triste, sudorosa, colorada, blanca, trigueña, aburrida o pensando en que se va a aburrir, pensativas, risueñas, con gafas, cara de haber estado sin dormir, cara de ir de vacaciones, de vuelta de vacaciones, de preocupación, de arrepentimiento, de si me dejarán entrar o me devolverán desde el aeropuerto, de rezar para que no se caiga este chunche, ¡Virgen de Camoapa!.

En el bar atendía una azafata rubia, más visigoda que morisca, cola de caballo, piel blanca, ojos marrones, piernas fuertes como -probablemente- el genio, piensa Miguel.
¿Puedo pagar con dólares? Sí señor, como usted quiera. Desandó Miguel la pasarela viendo ahora las coronillas diversas, pobladas o calvas, de cabeza gorda o chica, de mujer o de varón, teñida o natural, de niño o de anciano, procurando adivinar la que pertenecía a su compañera de viaje, la mujer de la derecha, sin bautizar ninguna.

El primer contacto con el whisky despertó en Miguel algunos efluvios gástricos y la memoria de la fiesta de despedida. ¡Qué borrachera había agarrado el poeta! -recordó-. El profesor Montenegro se había ocupado de ir a buscarlo. Quien sabe si, en otro caso, hubiera aparecido, con sus ojos tristes, las gafas una y otra vez deslizándose hasta la punta de la nariz, amarrada la patilla derecha con esparadrapo. Con el primer vaso de vino, el poeta había improvisado: Oh, tú que caminas en la soledad del destino / acepta llevarte en tu blanco corazón / una sombra de duda / un traspié, una fatiga / la silueta del bosque en la loma del volcán / el recuerdo familiar de una taberna / y cuando llegues a las entrañas de tu memoria / y encuentres la espina de este galeón hundido / recuerda los días de gloria / el gobierno prodigioso del timón / y el traquetear tenaz de la bandera. Otra vez habían quedado todos estupefactos por la capacidad de improvisación de aquel hombre-niño-palabra, por su genio, que acompañaba su apariencia descuidada y sucia y su evidente deterioro físico.

¿Y qué había hecho el doctor en Nicaragua -preguntaba la mujer de la derecha- había estado de paseo o trabajando? Pues qué bueno que hubiera estado trabajando, el país necesitaba tanta ayuda… Preguntó por el tiempo que había pasado el doctor en el país y por la opinión que se llevaba del mismo. ¿No era cierto que estaba muy mal? La mujer de la derecha trabajaba en el Ministerio de Acción Social y celebraba que el doctor hubiera conocido al Ministro. ¿Simpático el gordo Vílchez, no era cierto? ¡Ah! Envidiaba al doctor, que había podido conocer el país mejor que ella misma lo conocía. Ella nunca había estado, por ejemplo, en la Costa Atlántica. ¿No era cierto que era bella Nicaragua?

2 comentarios

Carmen Jaulín Plana -

Suele pasar: los que vivimos en una tierra la desconocemos, de ahí esos arranques nacionalistas que nos dan cuando nos tocan el terruño que nos vio nacer. No sé, el viajero debía haberle dado pistas a la mujer de la derecha, no vaya a ser que se la encuentre algún día defendiendo causas locales en la televisión nicaragüense.

carlos bernal -

Encantadora la descripción de las caras y las coronillas