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EL VIAJERO

Cuentos de Kabul

Cuentos de Kabul Hamayún conduce el toyota corola con tiento, dejando cruzar la calle a
las mujeres, que visten sus burkas celestes y a los niños; pero a su vez
con resolución, y aún con temeridad -diría un profano de las vicisitudes
viales de la ciudad, como uno- ante la presencia de otros vehículos que
compiten en la calzada, polvorienta y pública, por el mismo espacio.

Hamayún siempre se las arregla para llevarle a uno a su destino con el tiempo
necesario. Me despido del eficaz chófer en la puerta del aeropuerto y él me
informa de que, de todas maneras, permanecerá esperando durante veinte minutos,
por si fuera yo a necesitarlo y que, después, regresará a casa.

Afortunadamente no necesito más de sus servicios. Puedo soslayar una
larga cola de acceso al interior del aeropuerto. UN flight -he aprendido a
decir- UN flight y me cuelo, ayudado de mi semblante de hombre blanco.

Entre Kabul y Yakawlang hay un mar de montañas. Era un oceano bravo,
picado, que en el momento más álgido de la tormenta quedó petrificado
para siempre por obra de algún encantamiento mineral, surgido de estas
misteriosas tierras.

Lo cruzamos volando, conteniendo el aliento hasta llegar al valle de
Bamyan, escoltado su río angosto por la rocamenta vertical horadada
mil veces por las manos pacientes de los hombres de todos los tiempos,
mongoles o persas. Los budas ausentes de los sarcófagos labrados en la piedra
roja no me quitan los ojos de encima.

En frente, la vieja ciudad de Bamyan atesora la herrumbre oxidada de
la penúltima guerra, la que enfrentara a soviéticos y muyahidines.
Casquillos vacíos, latas verdes con letras rusas, el carruaje muerto de un
lanzacohetes, el rumor vacío de la guerra.

Camino debajo del sol, del aeropuerto al bazar de la ciudad y un niño
me acompaña. Se llama Hualí y me pregunta qué hago aquí y yo contesto
algo práctico. No sé si Hualí se percata de la hondura de su pregunta.

1 comentario

Carmen Jaulín Plana -

Lo de Kabul necesita más extensión, porque ese niño se hará mayor y no admitirá el silencio como explicación; si no queremos que arroje piedras y coja armas tendrás que explicarle algo más.