El viajero 2: De los espíritus

Un día el Espíritu de Abajo dispuso un amasijo de arcilla y creó a los hombres, las mujeres, los animales y las plantas, pero no pudo insuflarles la vida.
El Espíritu de Arriba, entonces, propuso un pacto al de Abajo. Si me das los hombres, las mujeres, los animales y las plantas los llenaré de vida y a cambio haré llegar la luz a la tierra.
El de Abajo contestó que le daría los animales y las plantas pero que los hombres y las mujeres permanecerían con él, en la tierra.
No, replicó el de Arriba, si quieres que vivan deberás dármelos todos: deberás darme los hombres, las mujeres, los animales y las plantas.
El Espíritu de Abajo meditó un buen rato. Finalmente dijo al de Arriba:
-Está bien. Te daré los hombres, las mujeres, los animales y las plantas pero, antes, debes llenarlos de vida.
El Espíritu de Arriba, según el pacto, acercó la luz a la tierra que brilla, desde entonces, durante el día y de la misma forma llegó la obscuridad a los cielos, para cubrirlos durante la noche. A la vez, los hombres, las mujeres, los animales y las plantas fueron llenos de vida.
La vida brotó en la tierra.
Pero el astuto Espíritu de Abajo nunca cumplió su palabra. Nunca otorgó a su colega de Arriba las creaturas nacidas de la arcilla, moldeadas con sus propias manos, a su imagen y semejanza.
Desde entonces el de Arriba pugna, sin descanso, por recuperar la vida de todos y cada uno de los seres que pueblan la tierra. Cuando lo consigue sobreviene la muerte. El de Abajo, sin embargo, lucha por perpetuar las especies en la tierra. Mientras dura la pelea entre los espíritus, ocurre la enfermedad.
Despierta el viajero, en la habitación del hotel, empapado de sudor, escucha el zumbido de los mosquitos, siente la intensa picazón en los tobillos. Mosquitos ¡cabrones! Arietes del Espíritu de Arriba.
Se levanta a encender la vieja máquina climatizadora, tendrá que soportar su ruido infernal.
Pero el viajero ya no puede conciliar el sueño, ya la luz del alba se cuela por el entablillado de la vieja persiana.
Hela aquí -medita el viajero-, la luz, el don del Espíritu de Arriba. Y como lo que se da -¡Santa Rita!- no se quita… Ahí estaba la luz, tan puntual, la luz de la tierra, merced de los cielos.
Se levanta el viajero para verla.
En la mesilla, su libro de leyendas africanas parece guiñarle un ojo.
El hombre mira en el espejo sus ojeras, como dibujadas a lápiz. Abre la ventanita del cuarto de baño. Llega una brisa tímida. Hoy hará un calor del demonio.
Se enjabona la cara. Hace un esfuerzo por canturrear: Hoy puede ser un gran día…plantéatelo así… Pero está cansado. Regresa al silencio.¿Qué voy a hacer tan temprano?
Trata de recordar el nombre del autor del libro. Regresa a la mesilla para mirarlo.
Tchicaya, Tchicaya U Tam’si. Chicaya, digamos Chicaya.
Al viajero le suena el nombre del autor a palabra azteca o maya.
¿Será verdad que Abubakari llegó a América antes que Colón? ¿No era Abubakari mandinga, como el camarero del hotel? Coincidencias, meras coincidencias.
El viajero tiene sed. Olvidó, la noche anterior, comprar una botella de agua.
Juega el viajero con las palabras: Chicaya, Chile, Chunche, Chicha, Chichicastenango, Tenotxitlán.
El agua del grifo corre.
¿Será potable?
La degusta, la olfatea.
Huele a cloro. Buena señal.
Bebe un poco el viajero.
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Carmen Jaulín Plana -
La princesa -