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EL VIAJERO

El viajero 1: El Café de la Place de l'Independence

El viajero 1: El Café de la Place de l'Independence Un sortilegio de dibujos y colores presume en los hábitos amplios de las mujeres y los hombres que deambulan vendiendo alguna cosa o atareados en otros trajines.
Los soportales de la Place de l’Independence ofrecen alguna sombra, están repletos.
El viajero toma un petit café, enciende un cigarrillo. Vente au Sénégal. Abus dangereux pour votre santé.
Un vendedor ambulante golpea la vitrina desde la calle llamando la atención del viajero. No merçi, responde éste ayudándose de un gesto. El comerciante insiste en su lenguaje mímico y nuestro hombre reitera su ademán negativo.
El viajero ha desplegado, sobre la mesa, el plano de ciudad. Lo estudia con detenimiento. Procura atrapar en la memoria el nombre de los barrios, de los mercados, las mezquitas; calcula las distancias. Está absorto. Se diría que habla con él. Juega a adivinar, en los nombres de sus calles, en sus formas tortuosas o rectas, los episodios gloriosos o tristes, reales o míticos, de la ciudad, de los hombres que la habitaron siglo tras siglo; en sus sitios principales, sus monumentos, el carácter de su pueblo, sus creencias y fantasías.
La ruta de la cornisa oeste trepa en el plano, a los ojos del viajero, como una culebra, hasta las playas del norte de Dakar. Aún no la conoce el viajero, pero ya la presiente hermosa, ya escucha el batir de la olas en los acantilados acompañando el gemir de la mezquita; ya ve el trasiego de gentes en el mercado de pescadores, el laborar paciente de los artesanos que tallan la madera o la piedra.
Allá está la casa de los esclavos, en la isla de Gorea; aquí, la prisión, las marinas, la Medina, el ferrocarril que lleva a Saint Louis, las Islas de las Serpientes.
En la calle, del otro lado de la cristalera, los vendedores ambulantes se suceden sin fin en su exhibición de mercancías. Sólo los que venden periódicos tienen permitido el acceso al café. Racimos de sandalias o manojos de gafas de sol, hatos de relojes, fajos de túnicas, de velos, pañoletas, bandejas de jabones, colecciones de perfumes, tallas de madera, plumas estilográficas, frutos secos, fruta fresca cortada a trocitos, dispuesta en pequeñas bolsas de plástico, fardos de pantalones, sandalias, bolsos de cuero, toallas, colgadores de ropa, cubos de plástico, máquinas corta-pelo, teléfonos móviles, camisetas del Barça, del Madrid o del Milán, de la selección nacional -de ¡Les Lions!-, gorritos musulmanes, todos los tamaños, marcas y colores, danzan, se agitan, se muestran, desaparecen.
Un lustrabotas alza, ondea, su cepillo sobre las otras mercancías para ofrecer su servicio.
Una mujer, ya de edad, camina recta, la espalda parcialmente descubierta, soportando en la cabeza, en mágico equilibrio, un cubo lleno de raíces, hierbas medicinales, palitos para frotarse los dientes... Habla con alguien, sonríe, prosigue su marcha elegante –diríase- sobre el alambre.
En el café, otra mujer, ésta de raza blanca, ocupa el cubil de la máquina registradora; esboza gestos de advertencia u orden. Debe de ser la dueña, piensa el viajero.
La concurrencia, somnolienta, está ajena a esas vicisitudes administrativas; cambia palabras tranquilas en francés o en uolof, lee Le Soleil o Le Populaire, bebe café acompañado de un vaso de agua fresca.
La mujer blanca se abanica la cara, se abanica los pechos. El viajero los mira, entresaliendo del vestido negro. Suben y bajan con la respiración de la madame, algo agitada por el calor, o vaya usted a saber por qué otra circunstancia. Están perlados de sudor, parecieran querer brincar, saltar al exterior para gozar del aire, para -¿por qué no?- saludar a la tertulia.
-¿Ça va bien?- pudieran decir, risueños-. Yo soy Pili. Yo soy Mili.
La concurrencia -¡cómo no!-, estaría feliz de conocerlos y no es que esté, el paisanaje, deshabituado a verlos, que entre los hábitos tradicionales de las mujeres locales se muestran con mucha frecuencia, cuando no abiertamente, sino que por tratarse, esta vez, de los de una mujer blanca y, aún más, de los de la dueña del local -¡la mera patrona!-, el interés sería -considera el viajero- notable.
Hola Pili, hola Mili, romperían a decir los clientes zalameros. ¿Qué tal? ¿Y por qué no saludar a la francesa, un besito para Mili, uno para Mili?
El viajero imagina a los clientes del café, en rigurosa fila, besando cortésmente los dos pezones de la dueña, que van creciendo, mientras ella, como un jefe de estado, hace cada vez –dejando escapar algún gimoteo de placer- la presentación rigurosa:
-Ça c’est Pili. Ça c’est Miliiii.

El viajero regresa a su plano de la ciudad. Enciende otro cigarrillo. Abre el Tam-Tam: una publicación gratuita de anuncios clasificados.
El viajero quiere alquilar un pequeño apartamento. Escudriña la sección de amueblados. Meublés et equipées et tout confort, 1 a 2 chambres, teléfono tal, teléfono cual.
Busca los barrios en el mapa: Hann Mariste, Sacre Coeur III, HLM Grand Yoff, Almadies, Mamelles…
“¿Mamelles?”
El viajero no puede evitar echar otro vistazo a la patrona. La madame se abanica.
¡Claro! Eso es: la patrona. Ella debe conocer bien la ciudad. ¿Por qué no preguntarle? El viajero, en su torpe francés, trata de armar la pregunta correcta. Busca alguna palabra en el pequeño diccionario. Duda –me dirá esto, me dirá lo otro-. Y finalmente se decide, se levanta de su mesa y se dirige a la máquina registradora.
Verá usted Madame, -le hubiera gustado decir al viajero- estoy buscando un apartamento en la ciudad y no la conozco en absoluto. ¿Sería usted tan amable de decirme cuales son las áreas más apacibles para vivir, que no queden demasiado alejadas del centro?
Pero a la pregunta destartalada del viajero, la mujer blanca de la caja registradora contesta con otra, que aquel no comprende en absoluto. Ante la cara de extrañeza del hombre, la mujer vuelve a hablar -quizá repite la pregunta, quizás habla de otra cosa…- El viajero no entiende, no entiende nada, no sabe qué hacer, si intentarlo de nuevo, si repetir su cuestión…
Se excusa, finalmente, pide perdón por la molestia causada. Regresa a su mesa nodriza de al lado de la columna.
Se sienta. Juraría el viajero que los hombres de la mesa de al lado le están mirando.

1 comentario

Carmen Jaulín Plana -

Eso es, mira que esto de los blog puede tener futuro: ¿Te imaginas el pasado o el futuro de las "pili-mili". Podrías hacer la pirula a las multinacionales del book; a los paladines de la cultura; a las cuotas de los "más vendidos". Tú y tus "pilis-milis".