Paisaje 2: Muéstrenme sus cédulas

El morro de Tumaco, la perla del Pacífico, se pierde a la vista. La lancha exhibe su velocidad, como un atleta, saltando los lomos de las olas. Y los manglares esperan como un ejército legionario formado en la lejanía.
Algún paisano pesca en alta mar sobre un simple cayuco al vaivén de la mar inquieta. De pié, como si tal cosa. Las ballenas andan en sus cosas submarinas. No se dejan ver.
El Patía abre sus fauces oradadas para mostrar los mil caminos engañosos de su desembocadura. ¿Cómo harán los motoristas para no perderse? Caen algunas gotas, así que los viajeros despliegan las capas impermeables, sienten el frío del alba.
Nicanor apura el motor para entrar en la boca del río con la marea alta. Corre, tumba, brinca y salta la lancha motora y la línea manglar se acerca. Ya está aquí, a la mano.Ya se ven las aguas del río contenidas por el pujar de la marea. Ya se agotan las olas y la red de árboles anfibios se entreteje más y más, retorcida, prieta, misteriosa y densa.
Qué pensaría Bartolomé Ruiz al ver por primera vez estos parajes, la parentela de los Pizarro, Belalcázar, sus caballos asombrados, azuzados por la humedad y los mosquitos.
Nicanor para un momento el motor y el silencio vegetal envuelve a los viajeros sorprendidos. Iremos por “el corto”, dice el marinero, que el río lleva agua y haremos más breve el camino.
La arboladura salobre se va haciendo tupida hasta casi techar por completo el camino fluvial, quieto como un espejo. La nave se desliza a poca velocidad, soslaya algún obstáculo: un tronco o una roca. Se mece dulcemente al dibujar de las curvas sinuosas.
Los viajeros escarban en las mochilas buscando algo con qué comer mientras el río se ensancha, se abre a otro brazo fluvial y desaparecen los mangles y las veredas se pueblan de árboles altísimos de lianas colgantes tocados de velos entretejidos por enredaderas inacabables.
De trecho en trecho aparece una aldea de casitas construidas con tablones de madera, rodeadas de plataneras, con alguna escalera maltrecha que lleva al río.
Un bote más grande de lo habitual corre río abajo dejando tras de sí una estela nítida que trae el oleaje al río. ¿Quienes son? Deben ser narcos, con un bote así, y esos motores... ¿De la guerrilla, no pueden ser? No, ellos andan más arriba.
Bocas de Satinga es un hervidero de gentes sobre las tarimas del puerto fluvial que extiende la ciudad sobre el río. El calor y las músicas sofocantes no dan respiro sino a la sombra del alerón del pequeño café donde los viajeros toman algo fresco. Las mercancías y las gentes se confunden en las callejas estrechas que se abren con dificultad entre la multitud de comercios y tenderetes repletos y burdeles. Nicanor llena los bidones de combustible, saluda a algún parroquiano.
Más adelante el Telembí advierte orgulloso a los viajeros que este no es río como el Patía, de aguas amarillentas sino limpio y claro y escoltado de una selva aún más brillante y pulida que asoma exuberante en sus vertientes.
Ya falta menos. Los viajeros hablan, duermen, bostezan, acomodan la postura. Algunas millas arriba la embarcación frena su pulso con el río, reduce la velocidad y arrima a la vereda. Desde ella un hombre armado hace un leve gesto.
Muéstrenme sus cédulas, ordena. Revisa, mira. Pueden irse, dice, buen viaje.
La lancha multiplica su velocidad y algunas nubes ensombrecen la tarde para alivio de los viajeros sofocados. ¿Eran de la guerrilla? Sí señor. Mientras, la pared vegetal se repite infinita hasta hacerse, aún tan bella -¿quién lo creyera?-, monótona.
Pero al caer de la tarde y de la marea la antena se muestra insolente sobre la techumbre de la selva, como un dios moderno. Señala la ciudad. Los viajeros despabilan alegres, hacen algún movimiento preparatorio. La escalinata de cemento de Barbacoas desciende solemne hacia el río, da la bienvenida, poco más o menos en el mismo lugar donde arribaban los buques negreros, clandestinamente, para evitar la formalidad del puerto de Cartagena y sus impuestos inevitables. Negros por oro. Ahuyentados ya los indios barbacoas, el comercio de la codicia, la rebeldía de los cimarrones y la aventura pionera de los libertos tallaría la cultura híbrida de la región aurífera, artesana, febril y violenta, perdurable en la llegada de los nuevos rebeldes y contrabandistas.
En el muelle, los botes maniobran perezosamente, cargan y descargan, amarran o desatracan, entran o salen. Los niños se bañan en el río, juegan o pescan o se ofrecen a llevar unos pertrechos. Algunas mujeres lavan la ropa. Un grupo de soldados charla, bromea en lo alto del muelle. Dicen algo a una muchacha. Uno de ellos desciende las gradas despacio, se acerca al bote.
Muéstrenme sus cédulas, ordena.
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