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EL VIAJERO

Paisaje 1: Tumaco

Paisaje 1: Tumaco

Tumaco es un enjambre

robándole sitio al Océano Pacífico

y mercaderes de todas las edades

y ritmos de tambores,

encrucijada de ríos de sangre negra. 

No hace tanto tiempo que los hermanos Pizarro,

cerca de allí,

desafiaban los ríos cenagosos y la malaria en rumbo al Perú.

Y hace menos que los aventureros

venidos de alguna parte

exprimían las venas fluviales

en busca del oro del Pambana,

y menos aún que las guerrillas marxistas

empezaron a formar parte del paisaje

febril y verde. 

Hace tanto calor que, nadie duda,

está pronta por llegar el agua. 

Yeimi agita una revista

para hacerse aire.

Alguien pide una cerveza y se levanta,

arrastrando los pies,

calculando los movimientos, a servirla: Poker, bien heladita mi amor. 

Los vehículos desvencijados cargan y descargan mercancías

en las callejas barrosas del mercado hormiguero. 

Nicanor quita la hélice del motor

no vaya ser que la roben

y doña Lupe prepara su bandeja paisa,

fríjoles y arroz y carne molida y tajadas de plátano

y un poco de este queso costeño que no es como el de allá

el de su hermosa montaña, que quien le mandaría a su padre,

que en paz descanse,

venir a aventurarse en estas tierras, Ave María. 

Los militares vigilan el hotel de la plaza

que el enemigo puede andar en cualquier parte

y las músicas –vallenato- estridentes –cumbia y currulao- se multiplican y anulan

en concierto confuso, voraz. 

La doctora María repasa las cifras y el sudor de su frente,

si al menos hubieran construido este techo un poco más alto,

necesitamos diez microscopios más, diez,

dice a las autoridades de San Juan de Pasto, y

unas ampollas de quinina.

Si no fuera por lo que quiere a esta su tierra

un día hacía la valija y se iba para Bogotá

y aquí se quedaban todos

con su política y sus envidias. 

Pargo rojo y arroz con camarones.

Los señores deben ser paisas, doña. O extranjeros.

De beber han pedido micheladas, sí señora.Yeimi se incorpora, resopla.

Una nunca se acostumbra a este calor. 

Las jovencitas sortean los charcos

con sus uniformes blancos.

Es la hora del almuerzo. 

Pero el bullicio del mercado no merma,

sigue vivo, ni el trajinar lento de los muelles

ni el sonar de los altavoces de los equipos de música. 

El avezado motorista envuelve con la capa plástica

todos los pertrechos marineros.

Y sobre todos deposita el preciado canalete grabado con su nombre: “Nicanor”.

Está baja la marea, observa satisfecho. 

Los manglares solitarios del Patía enseñan

al medio día

sus entrañas brillantes de barro, plagadas de cangrejos,

tejen con inmortal paciencia su red inextricable de secretos

y perlas

orfebrería de Yemayá

bruñida en el recuerdo lejano de los primeros indios que poblaron estas tierras de jaguares y anacondas. 

La lancha del trasporte público rebrinca sobre las olas,

casi vuela, alcanzando el Morro de Tumaco. 

¿Dónde se ha visto?

¡Ni unas ampollas de quinina! 

Los soldados toman la sombra

debajo del gran árbol milenario alguna vez

traído de África

mientras las casitas de madera

duermen la siesta sobre sus zancos mojados. 

Nicanor cuelga la gorra en la percha de su casa.

Se lava la cara y las manos, espía por la ventana y sonríe:

Ya vuelve a subir la marea.

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