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EL VIAJERO

Margarita, está linda la mar (Al maestro Rubén -a cambio de hurtarle el título- y a Pepe Gracia, capitán de maquinistas y maestro, también, de marineros y buen amigo)

Margarita, está linda la mar (Al maestro Rubén -a cambio de hurtarle el título- y a Pepe Gracia, capitán de maquinistas y maestro, también, de marineros y buen amigo)

A babor navegan las nubes con su cortejo de velas azules y grises. Hacen guiños a luz del ocaso. El Fortuny avanza, en su vaivén cíclico, golpeado por las olas incansables.  Asciende y desciende, a los ojos del viajero, la línea del horizonte. El viajero lía un cigarrillo con parsimonia de marinero. La televisión tabletea en la cervecería de proa, la imagen viene y va sin dejarse atrapar. 

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El camarero de la cervecería de proa maniobra la máquina cafetera. Un cortado descafeinado de máquina. Sí señor. Veinte días… Tan sólo veinte días para desembarcar, piensa. Suspira. “Que veinte años no es nada, que febril la mirada…”. Canturrea el tango de Gardel. La Pampa debe ser inmensa como el mar, medita el camarero… 

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Vamos con viento de popa y aún así se menea este barco del demonio. ¿Cómo será  a la vuelta? Conversan un grupo de oficiales. ¿Mar gruesa? Algo más, diría yo. ¿Arbolada? ¡No jodas, hombre! Tanto no. La mar arbolada es alta como un árbol. No me asustes al doctor, que se nos puede desembarcar en el primer puerto. 

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El viajero solitario fuma, saca una libretita y anota alguna cosa. Algo anuncia la megafonía que no alcanza éste a entender. Debe ser la cena. Bosteza. Pierde su mirada en el horizonte. 

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Doce con cincuenta. Doce con cin-cuen-ta. Yes. Zenquiu. El camarero piensa en la Pampa. Un día iría a verla como había hecho el abuelo navegando a doce nudos. Ahora navegamos a diecinueve. ¡No hemos avanzado tanto! Se dice a sí mismo. El abuelo había tramado amistad con el calderetero –recordaba la historia, tanta veces escuchada- que le había mostrado la máquina: “el verdadero tesoro de un barco”. Un monstruo de mil seiscientos caballos con dos motores Krupp. ¿Se imagina? Es como si mil seiscientas bestias tiraran de él galopando sobre la mar contra la furia de los vientos y las corrientes, auriga y trirreme, habría dicho el calderetero sesenta años atrás, con su acento gallego, mientras caminaba con sigilo, seguido del abuelo, entre los entresijos del gigantesco intestino naviero, palpando cada recodo, cada requiebro metálico, buscando un exceso de temperatura, una fuga, una vibración sospechosa… 

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Margarita: está linda la mar. Escribe el viajero. Está brava pero hermosa, como un novillo enrabietado, como tú cuando te pones de mal genio. Puedo verte en este instante lanzar esas chispitas desde tus ojos bellos, que tanto echo de menos. Puedo verte en cada brinco de las olas que revienta en borreguitos de espuma efímera, evanescente. Yo estoy aquí, sentado en la cervecería de proa, mirándote, mirando al mar, Margarita. Lío un cigarrillo y bebo cerveza despacio, muy despacio. No tengo prisa por llegar. 

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Pon otras cañitas, Jose, hombre. Pero Pepe: ya es la hora de cenar. Vámonos. No pidas más, estará esperando el capitán. ¡Las últimas! Sólo las últimas. ¡Por el temporal! ¡Oh tempora! ¡Oh mores! Chín, chín. ¡Por mi jubilación! No te veo jubilado. ¡Ah! ¿No? Pues yo sí me veo, me quedaré más ancho que largo perdiéndoos de vista. ¿Y sobre el mar, la mar, el mar…? No lo veré más. ¡Ni mirarlo a la cara! Se acabó. Eso no te lo crees ni tú, dice el primer oficial. ¿Qué enfermedad será esta, doctor, qué síndrome? ¿Hastío de mar? Dice el jefe de máquinas. El médico no sabe qué responder, bebe poco a poco, para evitar el mareo. 

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El abuelo se había ido bien joven, con menos de veinte años. ¡Hay que tener cojones! Divagaba el camarero. En un barco como uno de aquellos de los que aparecían en las fotografías antiguas que adornaban las paredes de la cervecería de proa. Más de un mes de navegación. Veinte días. Veinte días para desembarcar. Veinte días no eran nada… 

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No tengo ninguna prisa por llegar, Margarita… El viaje es una esperanza y el destino, siempre, una frustración irremediable. Quien pudiera tomar una embarcación sabia que no atracara jamás, quien pudiera ser su capitán, su tripulación eterna e inmutable. Margarita: está linda la mar. El camarero de la cervecería es un hombre joven, reservado y educado, algo meditabundo, diría yo. En la barra hay un grupo de oficiales hablando de sus cosas. Conversan y de tanto en tanto miran al mar. Yo no tengo ganas de cenar. He preferido escribirte aunque no sé si podrás recibir esta carta, Margarita. Quizás la meta en una botella y la tire por la borda para que llegue a la costa de tus manos delicadas en algún amanecer ondulado y quizás, entonces, puedas llegar a leer estas palabras. Los oficiales abandonan la cervecería y salvando al camarero aquí no quedamos sino yo y tú, o tu recuerdo que es igual. El camarero trajina la vajilla y fuma un cigarrillo a escondidas. El sol se va del todo y entre las nubes deja, encarnado e inevitable, un resquicio de tristeza. Desde el comedor autoservicio llegan los ruidos de los carritos de distribución de comidas. Una ola golpea el caso del buque, se despliega como un abanico gigante hasta derramarse en mil gargantas, sobre la cubierta séptima, donde nos encontramos tú y yo. Cosas de Poseidón. Margarita: está linda la mar ya nocturna, confundida con los cielos apagados, negra y oscura, vergonzosa, que no quiere ni luna que venga a iluminarle. Y aún así bella, Margarita. Está linda la mar.

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