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EL VIAJERO

The big brother

The big brother

El día era fresco pero soleado y sin viento: un día invernal de esos que hubiera envidiado un británico. Recordé a aquella señora londinense que me alojara en su casa –ya había llovido desde entonces- y que me dijera: “Today sunny dear, today sunny”, alborozada, sorprendida de atisbar el solecito -¡por fin!- en el mapa de la televisión que tan atentamente estudiaba cada mañana, con el desayuno, y con el alma encogida, esperando que en el pronóstico del tiempo se produjera el milagro.

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Vamos, que mi nueva ciudad me bendecía con buen tiempo. Así que mejoró mi ánimo ciclotímico y me dispuse a agradecer tal bendición y para tal qué mejor que pasear la ciudad con toda libertad. Así pues, anduve distraído entre la gente, tomando esta calle o aquella, a la deriva de mi antojo, como un velero a merced de los vientos apenas corregiendo la vela según me apeteciera deambular en calles más concurridas o menos o con más sol o menos tráfico. Me detuve en alguna vitrina de libros usados o ropas o muebles antiguos. Caminé lento o rápido por mero capricho y finalmente entré en un bar a tomar un cafecito.

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En la televisión estaba "El gran hermano" y la camarera vino a decir algo así como que qué fastidio, que eso siempre era lo mismo, que ya no sabían que inventar, mientras me miraba de soslayo. Parecía invitarme a dar una opinión. Yo dibujé un asentimiento mínimo con la cabeza, algo casi imperceptible. Zapineó la joven un ratito pero finalmente atracó, de nuevo, en el mentado programa. Pareció resignarse. Como si pensara: Conste que lo he intentado. Un hombre de alguna edad -¡alguna edad tendría el hombre!- entró, pidió algo y empezó a jugar en una de esas máquinas tragaperras. La joven subió un poco el volumen de la televisión y quizás –sólo quizás- miró al jugador con un reproche. Por la avenida discurría un suave tráfico. Los vehículos se detenía ante el semáforo frente al bar. Los pasajeros del autobús escudriñaban la calle, el bar, a la camarera, sus dos únicos clientes. El semáforo se puso en verde: Adiós. La máquina tragaperras recitaba su sonsonete de timbres y palabras repetidas mientras el hombre la alimentaba infaliblemente. Otra mujer entró al bar, saludó a la camarera. Hablaron ambas del gran hermano, de lo tostón que era... Que si patatín que si patatán. La clienta me dirigió una mirada rápida evaluatoria. Debió clasificarme eficazmente en su escala zoopsicomorfológica. Algo dijo mirando hacia mí. Huí de cualquier conversación: volví la cabeza.

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Otro autobús detenido frente al semáforo. Sus viajeros escudriñaban de la misma forma que los anteriores. Autobuses espías. Gran hermano por aquí y por allá. Giré la cabeza y me encontré de nuevo con la mujer cliente, pero estaba de espaldas. Aproveché para mirarle el culo. No estaba mal. De pronto vi que me observaba por el espejo. Y la camarera también. Me hice el pendejo. El jugador pidió más monedas. Las mujeres empezaron a hablar de ropas, hacían gestos con sus manos sobre sus cuerpos, como si, imaginariamente, se las estuvieran probando, como explicando sus tamaños, si llegaban hasta aquí o hasta allá, si tenía un escote que llegaba hasta aquel lugar o unos tirantes que levantaban así: mira. Supieron –no sé cómo- que yo, más que escuchar, observaba  la conversación descriptiva, así que con gran consideración –hacia un servidor- abundaron en más detalles sobre ella y sobre cómo aquellas prendas  ajustaban o levantaban, incluso con alguna pequeña demostración. Y me lanzaban alguna breve mirada y hablaban y se reían.

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 El jugador vino a interrumpir para pedir más monedas. Otro autobús de espías andaba a mi espalda. No exagero cuando digo que me di la vuelta acompañado de una especie de escalofrío. Ella llevaba unas gafas de sol impenetrables pero tuve la completa seguridad de que me estaba mirando a la cara con la frialdad de un cuchillo. No movió un músculo.

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