La primera vez

Elegí la ciudad de entre todas para que nadie pudiera reconocerme, donde no tuviera ningún vínculo parental ni memoria de un amigo ni de nadie. Me hospedé en un hotel barato, anodino, gris, podríamos decir. ¿Cuántos días se va a quedar? Una semana al menos. No sé. Quizá más. Salí a recorrer la ciudad que no era grande ni pequeña y a primera vista pareciome a la medida. La gente era más bien adusta, no hacía demasiadas preguntas –eso estaba bien-, no pretendía ser graciosa ni demasiado hospitalaria. Caminé y caminé hasta sentir dolor en las piernas y me senté en un banco junto al río a fumar un cigarrillo. Estaba algo triste, aunque tranquilo. Empezaba una vida nueva.
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La casa, la casa era el problema. Podría comprar o arrendar, tenía dinero para ambas cosas, claro está: siempre que llevara una vida lo suficientemente austera. Entre las dos opciones prefería la primera que me evitaría mantener contactos rutinarios con el arrendador aunque me exigiría pasar por el sinfín de los trámites legales de la compra. En fin, más valía pechar con ellos una sola vez y no verse envuelto en una indefinida relación contractual, meditaba yo. Pero no quería ni pensar en el vía crucis de las visitas a los pisos en venta, las interminables conversaciones con sus vendedores. ¿Es usted sólo o tiene familia? Hombre, siendo así es un piso ideal, vamos que ni pintado. Y dígame ¿es usted de aquí?
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Sentí hambre. Al otro lado del río los vehículos roncaban su rumor interminable. Se escuchaban algunos pitos. ¿Y si encontrara un pequeña casita? Sería perfecto, sin vecinos ni reuniones de comunidad: Si me alcanzara para un casita... Me puse en pié. Hacía frío. Traté de andar rápido. ¿A dónde ir? Debería conocer la ciudad cuanto antes, palmo a palmo, caminarla entera cuantas veces fuera necesario hasta dar con el lugar que sería mi definitivo refugio. Traté de imaginarlo, tranquilo, lleno de silencio. Me reconfortó aquella imagen.
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Tomé por el puente más cercano, apartándome de la baranda, me daba un poco de vértigo. Era Enero y la niebla levitaba casi inmóvil sobre al río. Los transeúntes exhalaban sus vahos blanquecinos como pequeños dragones y los árboles urbanos, como fantasmas entre la bruma, mostraban su esqueleto desvestido.
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Un poco más adelante la vi por primera vez y en seguida percibí algo especial, ya en aquella ocasión. Algo indefinible, como ocurre cuando se contempla un rincón de singular diferencia o extrañeza o armonía o misteriosa familiaridad, quasi-mágico para uno, sin saber por qué, sin identificar el detalle ni la causa de la sutil sorpresa... Pero por alguna irreparable vergüenza o por el frío o por la inercia de los transeúntes que marchaban apresurados a mi alrededor no me detuve. Seguí mi camino lenta y torpemente y a punto estuve de darme de bruces con algún peatón, sin dejar de mirarla... hasta que la perdí de vista, preguntándome a mí mismo, tratando de averiguar algo, una luz o una sombra, de aquel inesperado escalofrío.
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