Managua reventaba de barricadas. Los adoquines de la capital, los mismos que pavimentaron las calles principales de todas las ciudades del país, por estricta orden del dictador, dueño de la fábrica; aquellos mismos que, después, servirían para derribarlo, en la guerra de barricadas que se levantara contra la dictadura, venían, una vez más, a servir a la gimnástica revolucionaria que, otra vez, despertaba de su letargo.
Para algunos aquella huelga llegaba como una bendición, con las primeras lluvias, para unir a la familia sandinista, dividida después de la derrota electoral, hundido, ya, el sueño revolucionario. Para otros era una maniobra, una demostración de fuerza. No sería del Frente la presidencia de la república pero lo eran, aún, además de alguna cartera ministerial, el ejército, la policía, los sindicatos ¡y la calle!
-¡La mera calle, el pueblo! ¡Hijueputa!.
No tendría el Frente la plata ni la capacidad para levantar el país como -decían sus detractores- se había demostrado en el pasado, pero, por si alguno lo dudaba, sí la tenía para ponerlo patas arriba. La fuerza estaba intacta. Se entere el gringo, hijueputa. No tocad la piñata. El despiñatizador que la despiñatizara o despiñatizase… Jugaba y tropezaba con las palabras y la ironía el poeta costeño, Isaías Francis:
-Buen despitañizadorrr…será
El profesor César José Montenegro se mostraba de acuerdo con Francis. La huelga era una respuesta del sandinismo al tímido intento del gobierno de arrebatar las propiedades que algunos sandinistas habían obtenido durante la Revolución, lo que la gente conocía como “la piñata”.
El Frente Sandinista estaba advirtiendo con la huelga, pues, al gobierno y a sus asesores norteamericanos emboscados en las distintas organizaciones multilaterales, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización de Estados Americanos, Banco Iberoamericano de Desarrollo, que ¡no! Que lo que se da -¡o se toma!-, no se quita ¡Santa Rita! Que jamás aquellas propiedades, que pertenecieron al séquito de la tiranía, regresarían a las manos de su progenie inmoral.
La doctora Cámara, sin embargo, hablaba del impuesto a los carburantes que había servido para hacer estallar la huelga.
-El impuesto es injusto, de acuerdo –decía ella.
Pero lo que era absolutamente intolerable era que, en este país, cualquier hijueputa se tomara la calle cuando se le diera la gana. Que el señor alcalde sería lo que fuere pero hacía cosas, vean la rotonda, la más grande de Latinoamerica y que los sandinistas no habían hecho sino robar y arruinar el país. Y lo decía ella, que había sido sandinista.
-Más roba en un segundo el liberal, democrático supuestamente, dice usted, somozista, digo yo, amigo de los gringos, alcalde de Managua que… -contestaba el poeta Francis, con ánimo más de llevar la contraria y de ver embravecida a la doctora, a la que se le encendían las mejillas y pensaba Francis, los íntimos humores, que otra cosa.
La conversación iba y venía, al calor del ron extra seco Flor de Caña, girando en los sucesos más recientes.
La casa del profesor Montenegro daba a un jardín amplio, con muchos árboles distintos. Un pino araucaria del sur de Chile presumía, entres sus vecinos, de su origen remoto.
-A éste lo llamamos aquí árbol de la Fruta de Pan. Es del Atlántico, de la tierra de Isaías.
El otro era un palo de canela, un limonero, un mango… En la casa se sentía el calor que había golpeado la ciudad.
-Está el cielo que se rompe -dice Isaías Francis.
El cielo tenía su ciclo que Miguel ya había aprendido a leer. En aquella época, tras varios días secos, entre dos y tres, donde cada uno era más caluroso que el anterior, se desataba la lluvia suelta y bárbara. Y se repetía el ciclo.
-Vendrá el agua gorda y se llevará el polvo de las calles, pero ni un deje de pobreza ni de ignorancia –musitaba Isaías, que parecía adentrarse en la borrachera y en la tristeza.
Miguel contó, respondiendo a Montenegro, de sus viajes a la tierra de Isaías Francis, que era natural de San Carlos, en donde, según palabras del propio poeta, “torcía el cuello” el río Coco, y de su viaje a Estelí y de su estancia en las Sierritas, en la traída del Santo.
-Entonces -replicaba Montenegro- ya tiene usted una idea bastante cabal de lo que es nuestro país.
-Un país lleno de vida -dijo Miguel que se sintió en la obligación de decir algo.
-Sí -contestó el profesor- de vida y de muerte.
La carne asada desprendía su olor característico. Los hijos de Lesbia, la hermana del profesor Montenegro, jugueteaban alrededor del fuego. Lesbia también era médico, pediatra y era amiga de Claudia Cámara desde aquellos tiempos pretéritos en que las dos estudiaban juntas en la Universidad.
Montenegro y Francis, sin embargo, pertenecían a los círculos culturales del país, siempre activos, aunque venidos a menos tras el fin de la Revolución.
El que la doctora Cámara se conociera con Miguel probaba, definitivamente, pensaba Lesbia, que este paisito era un pañuelo.
Claudia se las había arreglado para venir desde su casa, callejeando por las vías secundarias, para evitar las barricadas, aunque finalmente había tenido que pasar por una de ellas. Les había dicho a los piquetes que “amorcito, déjeme pasar que vengo de trabajar del Hospital” y les había enseñado la bata blanca. Y claro que la habían dejado pasar, no fuera a ser que un día, uno de los miembros del piquete fuera a caer enfermo y la necesitara. ¿No le gustaría a usted, mi hermano, que le atendiera esa doctorcita?
Giraba el torbellino de la conversación sobre si era o no legítimo usar aquellos medios para la protesta, sobre los medios y el fin, giraba y giraba y por alguna suerte de vínculo, difícil de recordar, se encontraba el profesor Montenegro contando algo de su experiencia en España. Años sesenta. Darle un beso a una chica era una proeza, recordaba el profesor. La palabra más ofensiva que cabía imaginar era “bastardo”. Imagínense, era terrible. Cuando aquí, sin embargo, todos somos bastardos, afirmaba sin el menor pudor. El socavón labrado en el pilar donde se apareció la Virgen ¡del Pilar! Millones y millones de besos, años tras año, siglo tras siglo, lustro tras lustro, aunque…quien podría jurar que algún fraile no hubiera hecho trampa, con un escoplo y una lija. Un fraile podía ser muy devoto y muy tramposo a la vez. La Virgen de Zaragoza se vino a aparecer el doce de Octubre, exactamente el día del descubrimiento. ¿Bendición del descubrimiento, de la conquista, de la avanzada proselitista? De nuevo: el fin y los medios. Las cien cabezas -¿eran cien o ciento cincuenta?- mandadas a cortar por don Pedro de Valdivia. A otros cien indios las manos. Y átense, después, a los indios sin manos, a sus muñones, las cabezas de los otros, una cabeza para cada uno. Y envíense de vuelta a su tierra para escarmiento del resto. Una bomba, sesenta y cinco mil civiles muertos, civiles sin fusil ni escudo. Pero una atrocidad no quita la otra y aunque a Miguel nadie ha pretendido herirlo en lo personal, le queda pendiendo del alma, tic, tac, balanceando, la sombra de una amargura.
La carne ya está lista y el indio viejo espera. El indio viejo se cocina con harina de maíz y verduras y carne cocida deshilachada. Tan laborioso como sabroso era aquel plato, que provocó el silencio, mientras caía la lluvia copiosa.
Horas más tarde, en la ya bien entrada noche, Miguel camina hasta su casa. Los vigilantes de la cuadra hacen sonar sus silbatos para denotar su presencia y ahuyentar a los ladrones.
Miguel se topa con el perro Estrella que corre a saludarlo, aunque sólo un poco ¿eh? Lo justo apenas, no vaya a ser que le echen mano y lo metan para dentro a vigilar la casa, en aquella noche, ya despejada, tan hermosa para el perrear callejero.
Miguel camina lentamente. A su memoria llega, terca, la fila de los indios moribundos de Pedro de Valdivia.