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EL VIAJERO

Retrato:Teruel

Retrato:Teruel

Teruel, eterna ciudad de piedra

separada por los arcos del infierno

de dulce estío y cruel invierno

donde creció el amor como la yedra

Bajo tu estrella cobijas

a las dos bellas gemelas

Y a la antigua catedral

judía

y cristianomudéjar.

Por tu empedrada calleja

pasea

pensativa y silenciosa

una joven de Valencia

con un dolorcito en el cuello

de tanto buscar y buscar

“el torico” o quién sabe…

si un novio de la sierra

Día uno

Día uno

Me he levantado. Un poco de tos. He apagado la alarma del teléfono móvil.  Todavía de noche… He abierto la ventana. Hará un buen día, todo parece indicar.  Pocos vehículos en la calle. Maravilla. Que los prohíban, que los prohíban. Hoy puede ser un gran día, he tratado de canturrear, en la ducha, debajo del agua. El agua bendita. Este momento no debiera terminarse nunca. El agua resbalando por el cuerpo entredormido perezoso y lánguido. El agua máter. Bálsamo amniótico y caricia. Recuerdo una ducha en Nicaragua, Costa Atlántica, Río Coco, también al amanecer. Un bidón como depósito recogeaguas de lluvia, una manguera de goma y un grifo rudimentario. Un chorrito enclenque, prostático. Yo también canturreaba allí, bajito, para no molestar a las enfermeras francesas aún en la cama. Y recuerdo una ducha en Kabul. Una estufa de diesel, una bomba doméstica. Una bomba en cada casa. Y tantas en las calles de las ciudades abarrotadas y en los caminos desiertos y traidores cubiertos de emboscadas. Un cubo: Hay que llenarlo, mitad con agua caliente y mitad fría. Mejor dos cubos mitad y mitad. Derramarlos sobre la cabeza poco a poco, con la ayuda de un aguamanil o palangana o jarra o taza. Sistema bautismal. Alá wa ajbar. Cantan en la mezquita de al lado. Pero aquello ya pasó, estoy aquí, aquí, debajo del agua de ducha plato alcachofa conectada a un calentador alimentado de gas ciudad natural quien sabe si traído de Argelia, Nigeria, Noruega o de Venezuela. Ya pasó, para mí. Está bien, está bien. Basta de agua.  A secar. Colgar la toalla. Adiós, hasta mañana. Afeitarse no, no. Está de moda ir sin afeitar. Pocas veces la moda echa una mano. Las más de las veces te jode. Hay que aprovechar. Desayunar. Naranjas. De la china. Como el emperador Ta-Yu dos mil años antes de Cristo. Citrus. Naranjas de la China… te voy a regalar. Pues vengan. Naranja mecánica. Johan Cruyff. Casa de Orange. Revuelta holandesa contra el dominio español. Tan raro como una naranja mecánica. Si Burgess hubiera sido español la novela (y la peli de Kubrick) se hubiera titulado “el perro verde”, hombre-perro verde. Que te quiero verde. El perro andaluz. Cojo un cuchillo para cortar una naranja. El ojo de la naranja. Y otra y otra. Tres. ¿Estoy despierto o dormido? Hagamos como el emperador. Claro que a Ta-Yu le exprimían las naranjas. Apostaría. Para eso es uno emperador.   

Retrato de maestro

Retrato de maestro

Don Francisco repasó las cuentas, ante la mirada expectante de sus alumnos, con cara inexpresiva, insondable. Contó en voz baja: Seis aciertos y cuatro fallos. Y apuntó.

Luego, reclamó en voz alta: ¡Manuel García!

Manolito se acercó trémulo a la tarima donde se encaramaba la mesa del maestro.

Cuatro fallos, dijo seco, Don Francisco.

El niño Manuel extendió la mano temblorosa.

Don Francisco exigía la mano franca, el brazo recto, en una palabra: entereza. Advertía con la mirada.

Manolito estiró el bracito… acongojado.

Don Francisco tomó la regla con determinación, sin remilgos. Una, dijo y golpeó con la regla de buena madera de pino la palmita de la mano tierna y sudorosa de Manolito. Dos.

Manolito cerraba los ojos y apretaba los dientes. Al tercer golpe no pudo más y retiró la mano dejando escapar alguna lágrima. Así que el reglazo cayó en el vacío para vergüenza del maestro y chanza de algunos alumnos más mayores.

¡La mano! Exigió el vozarrón furioso de don Francisco.

Y Manolito la acercó enrojecida y lánguida.

Cansóse el maestro y, enfurecido, maniató el codo de Manolito con su mano izquierda. Y golpeó iracundo, girando la regla para poder alcanzar la palma enrojecida del niño, que se ofrecía esquiva.  Terminó el castigo… con claro desagrado. Respiró agitado, dos o tres veces. Tornó a sentarse. Retomó la lista.

Y volvió a llamar: Jorge López, dos aciertos, ocho fallos…

Al salir de la clase inacabable Manolito soñó que algún día sería grande como su padre y no tendría que ir nunca más a la escuela o que, al menos, algún día aprendería a dividir y no tendría que soportar tantos reglazos. Si supiera dividir...

Guardaba la mano caliente y llena de pinchacitos en el bolsillo de su bata de rayas azules y blancas y se preguntaba cómo haría para aprender a hacer las cuentas y cómo algunos de sus compañeros podían arreglárselas para no fallar ninguna.

¡Dios mío: Cómo era posible hacer aquello!

En el patio, los más de sus compañeros se arremolinaban detrás de una pelota, pero él se quedó sentadito en un peldaño soplándose la mano inflamada, con disimulo.

Vio salir a don Francisco con otros maestros. Charlaban amigablemente, cruzaban el patio.

Manuel se incorporó y trató de mezclarse un poco en el tumulto sus compañeros, pasar desapercibido.

Aquella huelga

Aquella huelga

Managua reventaba de barricadas. Los adoquines de la capital, los mismos que pavimentaron las calles principales de todas las ciudades del país, por estricta orden del dictador, dueño de la fábrica; aquellos mismos que, después, servirían para derribarlo, en la guerra de barricadas que se levantara contra la dictadura, venían, una vez más, a servir a la gimnástica revolucionaria que, otra vez, despertaba de su letargo.

         Para algunos aquella huelga llegaba como una bendición, con las primeras lluvias, para unir a la familia sandinista, dividida después de la derrota electoral, hundido, ya, el sueño revolucionario. Para otros era una maniobra, una demostración de fuerza. No sería del Frente la presidencia de la república pero lo eran, aún, además de alguna cartera ministerial, el ejército, la policía, los sindicatos ¡y la calle!

         -¡La mera calle, el pueblo! ¡Hijueputa!.

         No tendría el Frente la plata ni la capacidad para levantar el país como -decían sus detractores- se había demostrado en el pasado, pero, por si alguno lo dudaba, sí la tenía para ponerlo patas arriba. La fuerza estaba intacta. Se entere el gringo, hijueputa. No tocad la piñata. El despiñatizador que la despiñatizara o despiñatizase… Jugaba y tropezaba con las palabras y la ironía el poeta costeño, Isaías Francis:

         -Buen despitañizadorrr…será

         El profesor César José Montenegro se mostraba de acuerdo con Francis. La huelga era una respuesta del sandinismo al tímido intento del gobierno de arrebatar las propiedades que algunos sandinistas habían obtenido durante la Revolución, lo que la gente conocía como “la piñata”.

         El Frente Sandinista estaba advirtiendo con la huelga, pues, al gobierno y a sus asesores norteamericanos emboscados en las distintas organizaciones multilaterales, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización de Estados Americanos, Banco Iberoamericano de Desarrollo, que ¡no! Que lo que se da -¡o se toma!-, no se quita ¡Santa Rita! Que jamás aquellas propiedades, que pertenecieron al séquito de la tiranía, regresarían a las manos de su progenie inmoral.

         La doctora Cámara, sin embargo, hablaba del impuesto a los carburantes que había servido para hacer estallar la huelga.

-El impuesto es injusto, de acuerdo –decía ella.

Pero lo que era absolutamente intolerable era que, en este país, cualquier hijueputa se tomara la calle cuando se le diera la gana. Que el señor alcalde sería lo que fuere pero hacía cosas, vean la rotonda, la más grande de Latinoamerica y que los sandinistas no habían hecho sino robar y arruinar el país. Y lo decía ella, que había sido sandinista.

         -Más roba en un segundo el liberal, democrático supuestamente, dice usted, somozista, digo yo, amigo de los gringos, alcalde de Managua que… -contestaba el poeta Francis, con ánimo más de llevar la contraria y de ver embravecida a la doctora, a la que se le encendían las mejillas y pensaba Francis, los íntimos humores, que otra cosa.

         La conversación iba y venía, al calor del ron extra seco Flor de Caña, girando en los sucesos más recientes. 

         La casa del profesor Montenegro daba a un jardín amplio, con muchos árboles distintos. Un pino araucaria del sur de Chile presumía, entres sus vecinos, de su origen remoto. 

         -A éste lo llamamos aquí árbol de la Fruta de Pan. Es del Atlántico, de la tierra de Isaías.

         El otro era un palo de canela, un limonero, un mango… En la casa se sentía el calor que había golpeado la ciudad.

         -Está el cielo que se rompe -dice Isaías Francis.

         El cielo tenía su ciclo que Miguel ya había aprendido a leer. En aquella época, tras varios días secos, entre dos y tres, donde cada uno era más caluroso que el anterior, se desataba la lluvia suelta y bárbara. Y se repetía el ciclo.

         -Vendrá el agua gorda y se llevará el polvo de las calles, pero ni un deje de pobreza ni de ignorancia –musitaba Isaías, que parecía adentrarse en la borrachera y en la tristeza.  

         Miguel contó, respondiendo a Montenegro, de sus viajes a la tierra de Isaías Francis, que era natural de San Carlos, en donde, según palabras del propio poeta, “torcía el cuello” el río Coco, y de su viaje a Estelí y de su estancia en las Sierritas, en la traída del Santo.

         -Entonces -replicaba Montenegro- ya tiene usted una idea bastante cabal de lo que es nuestro país.

         -Un país lleno de vida -dijo Miguel que se sintió en la obligación de decir algo.

         -Sí -contestó el profesor- de vida y de muerte.

         La carne asada desprendía su olor característico. Los hijos de Lesbia, la hermana del profesor Montenegro, jugueteaban alrededor del fuego. Lesbia también era médico, pediatra y era amiga de Claudia Cámara desde aquellos tiempos pretéritos en que las dos estudiaban juntas en la Universidad.

         Montenegro y Francis, sin embargo, pertenecían a los círculos culturales del país, siempre activos, aunque venidos a menos tras el fin de la Revolución.

El que la doctora Cámara se conociera con Miguel probaba, definitivamente, pensaba Lesbia, que este paisito era un pañuelo.

Claudia se las había arreglado para venir desde su casa, callejeando por las vías secundarias, para evitar las barricadas, aunque finalmente había tenido que pasar por una de ellas. Les había dicho a los piquetes que “amorcito, déjeme pasar que vengo de trabajar del Hospital” y les había enseñado la bata blanca. Y claro que la habían dejado pasar, no fuera a ser que un día, uno de los miembros del piquete fuera a caer enfermo y la necesitara. ¿No le gustaría a usted, mi hermano, que le atendiera esa doctorcita?

         Giraba el torbellino de la conversación sobre si era o no legítimo usar aquellos medios para la protesta, sobre los medios y el fin, giraba y giraba y por alguna suerte de vínculo, difícil de recordar, se encontraba el profesor Montenegro contando algo de su experiencia en España. Años sesenta. Darle un beso a una chica era una proeza, recordaba el profesor. La palabra más ofensiva que cabía imaginar era “bastardo”. Imagínense, era terrible. Cuando aquí, sin embargo, todos somos bastardos, afirmaba sin el menor pudor. El socavón labrado en el pilar donde se apareció la Virgen ¡del Pilar! Millones y millones de besos, años tras año, siglo tras siglo, lustro tras lustro, aunque…quien podría jurar que algún fraile no hubiera hecho trampa, con un escoplo y una lija. Un fraile podía ser muy devoto y muy tramposo a la vez. La Virgen de Zaragoza se vino a aparecer el doce de Octubre, exactamente el día del descubrimiento. ¿Bendición del descubrimiento, de la conquista, de la avanzada proselitista? De nuevo: el fin y los medios. Las cien cabezas -¿eran cien o ciento cincuenta?- mandadas a cortar por don Pedro de Valdivia. A otros cien indios las manos. Y átense, después, a los indios sin manos, a sus muñones, las cabezas de los otros, una cabeza para cada uno. Y envíense de vuelta a su tierra para escarmiento del resto. Una bomba, sesenta y cinco mil civiles muertos, civiles sin fusil ni escudo. Pero una atrocidad no quita la otra y aunque a Miguel nadie ha pretendido herirlo en lo personal, le queda pendiendo del alma, tic, tac, balanceando, la sombra de una amargura.

         La carne ya está lista y el indio viejo espera. El indio viejo se cocina con harina de maíz y verduras y carne cocida deshilachada. Tan laborioso como sabroso era aquel plato, que provocó el silencio, mientras caía la lluvia copiosa.

         Horas más tarde, en la ya bien entrada noche, Miguel camina hasta su casa. Los vigilantes de la cuadra hacen sonar sus silbatos para denotar su presencia y ahuyentar a los ladrones.

Miguel se topa con el perro Estrella que corre a saludarlo, aunque sólo un poco ¿eh? Lo justo apenas, no vaya a ser que le echen mano y lo metan para dentro a vigilar la casa, en aquella noche, ya despejada, tan hermosa para el perrear callejero.

Miguel camina lentamente. A su memoria llega, terca, la fila de los indios moribundos de Pedro de Valdivia.

 

El abuelo contaba la historia (la pintura es de Pepe Cerdá)

El abuelo contaba la historia (la pintura es de Pepe Cerdá)

El abuelo contaba la historia: Cuando la Colectividad íbamos al campo todos juntos, a segar y a recoger la cosecha. De todos los campos, de todas las tierras. Todo pertenecía a la Colectividad. Se guardaba todo y luego se repartía. Así funcionaba.

Debía ser un día de Julio o de Agosto. Lo recuerdo bien. Hacía mucho calor. Matías me dijo: Jorge, no me digas que esto no es grande…, por fin, se ha cumplido un sueño: la tierra de todos, la tierra para el que la trabaja, todos labramos y todos comemos de ella... y pensar que esos hijos de puta… joder… qué a gusto le pegaríamos dos tiros al Bambán si lo tuviéramos aquí… ¿eh Jorge?

Yo le contesté -rememoraba el abuelo- que yo no le pegaría ningún tiro, que el Bambán a mí no me había hecho nada. Y el Matías no sé que más dijo, saldría con alguna de las suyas…, ya no recuerdo. Han pasado muchos años.

Acabada la guerra, volví  al pueblo, no sin temor y sin haber dudado mil veces al tomar la decisión. Recuerdo donde escondí la pistola… en una tapia. Si fuera hasta allí aún sería capaz de encontrarla… Meses antes habíamos hecho exámenes para el ascenso. Yo, y muchos otros, los hacíamos mal aposta. Contestábamos las preguntas al revés. La guerra ya estaba perdida. Entonces yo era sargento. Si hubiera ascendido a Oficial no hubiera vuelto, claro, me hubieran matado como a un perro. Aún siendo sargento lo pensé mucho. Mucho. Pero volví.

Cuando llegué escuché cosas terribles, que habían hecho. Pensé que me había equivocado…  ¿Si tuve miedo? Supongo que sí. Yo pensaba: Si al menos se conformaran con fusilarme…

No tardaron muchos días en llamarme. Al Ayuntamiento, al mismo lugar donde ahora está el salón del alcalde. Estaban cuatro o cinco. Nos iban llamando… sin prisa. Me preguntaron el rango que había tenido en el ejército de la República aunque ellos ya bien sabían la respuesta y otras cosas... Si había estado en Teruel o en el Ebro, si al mando de éste o de aquel. Vestían aún correajes militares.

El Bambán interrumpió al que ejercía de juez. A ver Jorge: ¿no es verdad que en la República, en un verano, cuando la siega, cuando los anarquistas, alguien te preguntó que si me pegarías a gusto dos tiros si me tuvieras delante?

Y yo pensaba en Matías, que ya me había precedido en aquella suerte de juicio, quizá en aquel mismo salón, quién sabe si en la misma silla donde entonces estaba yo sentado, con mucha peor fortuna de la que fue para mí.

¿Es verdad o no es verdad? Se impacientaba el Bambán.

Pues sí, así pasó, eso me preguntaron, contesté.

¿Y no es verdad que tú respondiste que no me pegarías ningún tiro porque nada tenías contra mí?

Pues sí, eso respondí.

Y eso quizá fue lo que me salvó la vida. Me dejaron ir sin decirme nada. Si me iban a fusilar o dejarme en paz, con esa zozobra...  Pero ya no volvieron a llamarme.

A tu abuela ya no le quedaba una lágrima que derramar, cuando volví a casa…

LA COMPRAVENTA (A Guillermo Hidalgo, in memoriam)

LA COMPRAVENTA (A Guillermo Hidalgo, in memoriam)

 

En cuanto llegó, a don Calixto le trajeron su sillón de mimbre. Era un hombre seco, de ojos claros y unos setenta años. En qué puedo servirles, dijo. Español. No me diga. Y usted, de dónde, de Chile. Vaya. Y a qué se debe el honor. No será una organización comunista, verdad. Propaz. Ah, sí conozco, eso de Propaz, a veces vienen por aquí, a comer. Bonanza. Hace más de diez años que no pongo un pié en esa ciudad. Si ustedes la hubieran conocido en sus buenos tiempos, cuando los gringos explotaban el oro. Yo tenía en Bonanza tienda de abarrotes y posada y carnecería. Farmacia dice usted. Ya tenía yo botica en aquel entonces, cuando Somoza. Que tiempo de a verga aquel tiempo. No se vayan a creer ustedes esas mentiras que andan contando los comunistas. Ya ven como ha quedado este paisito, desde que lo gobernaron ellos. A ningún hijueputa comunista de Bonanza quise yo venderle la casa, menos al ladrón del alcalde. Es muy buena casa la casa, aunque habrá que hacerle alguna reparación. Se construyó a la vez que las pistas de tenis de la casa de los ingenieros, al entrar a la ciudad, a la derecha, ya conocen. Duncan era el ingeniero. Un gringo grande que jugaba al tenis. Dieciséis mil, dice usted. Prefiero que se caiga a regalarla. El venía a veces a la posada, discretamente, con alguna muchacha. Carlita, amor, sirva a los doctores. Ya comieron, qué se toman entonces, un café. Hasta casino había, corría la plata. Y una docena de putales. Duncan no iba a los putales, venía a mi casa con las muchachitas. Y cómo está España, ese Franco fue un gran tipo, no le parece. Como Somoza. Imagínese usted cómo quedó este país que una casa vale dieciséis mil. Y qué será bueno para este reuma, doctor. Yo tenía la venta justo en el cruce, en el mero centro. La casa se compró después. Junto a la venta estaba la posada, ahora es una comidería, tengo entendido. Recuerdo al campesino esperando en la calle armado de machete. Duncan me tomó mucho aprecio desde entonces, bajé a hablarle, yo lo estaba viendo por la ventana, le dije que no mi hermano, que se fuera tranquilo para su casa que allí no estaba su hijita, que no fuera a creer toda la majadería que decía la gente. Ese Duncan era bien perro a las mujeres. Lo asesinaron los comunistas, qué les parece. Se vino todo a la ruina, para que valga una casa dieciséis mil. Carlita, mi amor, otro cafecito para los doctores. Los negocios estaban abiertos toda la noche. Casi todos trabajaban en las minas, unos pocos en el río, güirisiando. No, los sumitos sólo venían a comerciar. A veces se armaba alguna tremolina. A la niñita de don Jaime, pobrecita, le cayó un balazo. Dieciséis mil. Esa foto que ve usted ahí es de Bonanza, mire usted por dónde. Dieciséis mil. Con lo que me costó a mí construir esa casa. Qué será bueno para estos riñones, doctor. Carlita, mi amor, cuéntame la plata. Dieciséis mil tiene que haber. Tengan cuidado en el cruce. A la otra niñita de don Jaime la atropelló el camión de la mina, a las dos se las mataron. Duncan nunca quiso darle compensación, era prieto el hijueputa. Vieran como corría la plata entonces, hasta que vinieron los comunistas. Dónde hay que firmar. Tengan cuidado en la carretera. Carlita, mi amor, guarde este papel y acompañe a los doctores hasta la puerta.

-¡Qué viejo facho! Güevón

-Pensé que no iba a ceder -contesta Miguel- Te agradezco mucho la compañía Humberto.

-Ha sido un gusto. Pero ¡qué paciencia, por Dios! Yo lo hubiera mandado al carajo. Te felicito. En fin, esto bien merece un güisquicito. Conozco un sitio entrando a Managua.

Miguel se levantó a por otro güisqui. La mayoría de los pasajeros estaban dormidos o con los ojos cerrados, intentando dormir. Caminaba despacio, evitando tropezar en alguna pierna. Algunos ojos insomnes parecían practicar cálculos mentales. A tal hora salió el avión y a tal hora llega, salvando la diferencia horaria con España son exactamente tantas horas de vuelo, llevamos recorridas tantas, quedan, pues, tantas otras. Alguna cara aparece y desaparece, como un fantasma, iluminada por el resplandor de la televisión.  En el bar ya no está la azafata visigoda, habrá ido a descansar. Un muchacho joven habla con las dos azafatas que atienden. Parecen discutir sobre algo, quizá para matar el tiempo. Una de ellas mira a Miguel a los ojos, como invitándole a asentir o a negar, a entrar en la conversación, pero Miguel prefiere sonreír y no decir sino gracias.

            -¿Y dónde conoció al gordo Vílchez? -preguntaba la mujer la derecha.

Miguel había conocido al Ministro en Waspam, en una visita que hizo el político a la ciudad costeña durante las inundaciones del huracán Gert. La mujer de la derecha recordaba muy bien el huracán. ¡Claro! Les había tocado lidiar con aquella crisis en el Ministerio. Recordaba, también, las imágenes en la televisión de las comunidades anegadas y las fotografías de los periódicos con los cayucos navegando hasta la misma puerta de la iglesia de la ciudad Rama. ¡Ay! Este pueblo mío, siempre azotado por las calamidades.

Paisaje 2: Muéstrenme sus cédulas

Paisaje 2: Muéstrenme sus cédulas

El morro de Tumaco, la perla del Pacífico, se pierde a la vista. La lancha exhibe su velocidad, como un atleta, saltando los lomos de las olas. Y los manglares esperan como un ejército legionario formado en la lejanía.

Algún paisano pesca en alta mar sobre un simple cayuco al vaivén de la mar inquieta. De pié, como si tal cosa. Las ballenas andan en sus cosas submarinas. No se dejan ver.

El Patía abre sus fauces oradadas para mostrar los mil caminos engañosos de su desembocadura. ¿Cómo harán los motoristas para no perderse? Caen algunas gotas, así que los viajeros despliegan las capas impermeables, sienten el frío del alba.

Nicanor apura el motor para entrar en la boca del río con la marea alta. Corre, tumba, brinca y salta la lancha motora y la línea manglar se acerca. Ya está aquí, a la mano.Ya se ven las aguas del río contenidas por el pujar de la marea. Ya se agotan las olas y la red de árboles anfibios se entreteje más y más, retorcida, prieta, misteriosa y densa.

Qué pensaría Bartolomé Ruiz al ver por primera vez estos parajes, la parentela de los Pizarro, Belalcázar, sus caballos asombrados, azuzados por la humedad y los mosquitos.

Nicanor para un momento el motor y el silencio vegetal envuelve a los viajeros sorprendidos. Iremos por “el corto”, dice el marinero, que el río lleva agua y haremos más breve el camino.

La arboladura salobre se va haciendo tupida hasta casi techar por completo el camino fluvial, quieto como un espejo. La nave se desliza a poca velocidad, soslaya algún obstáculo: un tronco o una roca. Se mece dulcemente al dibujar de las curvas sinuosas.

Los viajeros escarban en las mochilas buscando algo con qué comer mientras el río se ensancha, se abre a otro brazo fluvial y desaparecen los mangles y las veredas se pueblan de árboles altísimos de lianas colgantes tocados de velos entretejidos por enredaderas inacabables.

De trecho en trecho aparece una aldea de casitas construidas con tablones de madera, rodeadas de plataneras, con alguna escalera maltrecha que lleva al río.

Un bote más grande de lo habitual corre río abajo dejando tras de sí una estela nítida que trae el oleaje al río. ¿Quienes son? Deben ser narcos, con un bote así, y esos motores... ¿De la guerrilla, no pueden ser? No, ellos andan más arriba.

Bocas de Satinga es un hervidero de gentes sobre las tarimas del puerto fluvial que extiende la ciudad sobre el río. El calor y las músicas sofocantes no dan respiro sino a la sombra del alerón del pequeño café donde los viajeros toman algo fresco. Las mercancías y las gentes se confunden en las callejas estrechas que se abren con dificultad entre la multitud de comercios y tenderetes repletos y burdeles. Nicanor llena los bidones de combustible, saluda a algún parroquiano.

Más adelante el Telembí advierte orgulloso a los viajeros que este no es río como el Patía, de aguas amarillentas sino limpio y claro y escoltado de una selva aún más brillante y pulida que asoma exuberante en sus vertientes. 

Ya falta menos. Los viajeros hablan, duermen, bostezan, acomodan la postura. Algunas millas arriba la embarcación frena su pulso con el río, reduce la velocidad y arrima a la vereda. Desde ella un hombre armado hace un leve gesto.

Muéstrenme sus cédulas, ordena. Revisa, mira. Pueden irse, dice, buen viaje.

La lancha multiplica su velocidad y algunas nubes ensombrecen la tarde para alivio de los viajeros sofocados. ¿Eran de la guerrilla? Sí señor. Mientras, la pared vegetal se repite infinita hasta hacerse, aún tan bella -¿quién lo creyera?-, monótona.

Pero al caer de la tarde y de la marea la antena se muestra insolente sobre la techumbre de la selva, como un dios moderno. Señala la ciudad. Los viajeros despabilan alegres, hacen algún movimiento preparatorio. La escalinata de cemento de Barbacoas desciende solemne hacia el río, da la bienvenida, poco más o menos en el mismo lugar donde arribaban los buques negreros, clandestinamente, para evitar la formalidad del puerto de Cartagena y sus impuestos inevitables. Negros por oro. Ahuyentados ya los indios barbacoas, el comercio de la codicia, la rebeldía de los cimarrones y la aventura pionera de los libertos tallaría la cultura híbrida de la región aurífera, artesana, febril y violenta, perdurable en la llegada de los nuevos rebeldes y contrabandistas.

En el muelle, los botes maniobran perezosamente, cargan y descargan, amarran o desatracan, entran o salen. Los niños se bañan en el río, juegan o pescan o se ofrecen a llevar unos pertrechos. Algunas mujeres lavan la ropa. Un grupo de soldados charla, bromea en lo alto del muelle. Dicen algo a una muchacha. Uno de ellos desciende las gradas despacio, se acerca al bote.

Muéstrenme sus cédulas, ordena.

The big brother

The big brother

El día era fresco pero soleado y sin viento: un día invernal de esos que hubiera envidiado un británico. Recordé a aquella señora londinense que me alojara en su casa –ya había llovido desde entonces- y que me dijera: “Today sunny dear, today sunny”, alborozada, sorprendida de atisbar el solecito -¡por fin!- en el mapa de la televisión que tan atentamente estudiaba cada mañana, con el desayuno, y con el alma encogida, esperando que en el pronóstico del tiempo se produjera el milagro.

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Vamos, que mi nueva ciudad me bendecía con buen tiempo. Así que mejoró mi ánimo ciclotímico y me dispuse a agradecer tal bendición y para tal qué mejor que pasear la ciudad con toda libertad. Así pues, anduve distraído entre la gente, tomando esta calle o aquella, a la deriva de mi antojo, como un velero a merced de los vientos apenas corregiendo la vela según me apeteciera deambular en calles más concurridas o menos o con más sol o menos tráfico. Me detuve en alguna vitrina de libros usados o ropas o muebles antiguos. Caminé lento o rápido por mero capricho y finalmente entré en un bar a tomar un cafecito.

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En la televisión estaba "El gran hermano" y la camarera vino a decir algo así como que qué fastidio, que eso siempre era lo mismo, que ya no sabían que inventar, mientras me miraba de soslayo. Parecía invitarme a dar una opinión. Yo dibujé un asentimiento mínimo con la cabeza, algo casi imperceptible. Zapineó la joven un ratito pero finalmente atracó, de nuevo, en el mentado programa. Pareció resignarse. Como si pensara: Conste que lo he intentado. Un hombre de alguna edad -¡alguna edad tendría el hombre!- entró, pidió algo y empezó a jugar en una de esas máquinas tragaperras. La joven subió un poco el volumen de la televisión y quizás –sólo quizás- miró al jugador con un reproche. Por la avenida discurría un suave tráfico. Los vehículos se detenía ante el semáforo frente al bar. Los pasajeros del autobús escudriñaban la calle, el bar, a la camarera, sus dos únicos clientes. El semáforo se puso en verde: Adiós. La máquina tragaperras recitaba su sonsonete de timbres y palabras repetidas mientras el hombre la alimentaba infaliblemente. Otra mujer entró al bar, saludó a la camarera. Hablaron ambas del gran hermano, de lo tostón que era... Que si patatín que si patatán. La clienta me dirigió una mirada rápida evaluatoria. Debió clasificarme eficazmente en su escala zoopsicomorfológica. Algo dijo mirando hacia mí. Huí de cualquier conversación: volví la cabeza.

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Otro autobús detenido frente al semáforo. Sus viajeros escudriñaban de la misma forma que los anteriores. Autobuses espías. Gran hermano por aquí y por allá. Giré la cabeza y me encontré de nuevo con la mujer cliente, pero estaba de espaldas. Aproveché para mirarle el culo. No estaba mal. De pronto vi que me observaba por el espejo. Y la camarera también. Me hice el pendejo. El jugador pidió más monedas. Las mujeres empezaron a hablar de ropas, hacían gestos con sus manos sobre sus cuerpos, como si, imaginariamente, se las estuvieran probando, como explicando sus tamaños, si llegaban hasta aquí o hasta allá, si tenía un escote que llegaba hasta aquel lugar o unos tirantes que levantaban así: mira. Supieron –no sé cómo- que yo, más que escuchar, observaba  la conversación descriptiva, así que con gran consideración –hacia un servidor- abundaron en más detalles sobre ella y sobre cómo aquellas prendas  ajustaban o levantaban, incluso con alguna pequeña demostración. Y me lanzaban alguna breve mirada y hablaban y se reían.

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 El jugador vino a interrumpir para pedir más monedas. Otro autobús de espías andaba a mi espalda. No exagero cuando digo que me di la vuelta acompañado de una especie de escalofrío. Ella llevaba unas gafas de sol impenetrables pero tuve la completa seguridad de que me estaba mirando a la cara con la frialdad de un cuchillo. No movió un músculo.